Karla Martina Olascoaga Dávila
Académica y escritora
Del placer estético poco se habla. Pero el placer estético existe y continuará existiendo aunque poco se le mencione o se le atribuyan nomenclaturas académicas rebuscadas. El placer estético está vinculado directamente al arte y a cualquiera que sea la expresión o disciplina que lo provoque. Yo lo he experimentado no pocas veces, la primera fue con la interpretación de Giselle que hiciera la primerísima bailarina cubana, Alicia Alonso en sus últimas épocas. También lo he sentido a través de la música y alguna que otra vez en el teatro. También la pintura y la arquitectura me han provocado esa especie de complacencia y felicidad irrefrenable que nace de adentro y nos saca una sonrisa o un escalofrío intenso. Sin embargo, es importante reconocer que no toda obra de arte lo provoca.
Creo firmemente que el placer existe para ser experimentado ya que describirlo no lo equipara con las reacciones biológicas que se desprenden de nuestro ser al sentirlo. Me refiero ahora a cualquier tipo de sensación placentera.
Sin embargo, son precisamente las distintas manifestaciones artísticas las que desatan esa producción de endorfinas que nos hacen sentirnos “felices” o profundamente conmovidos ante ese tipo de expresiones. Y son las artes precisamente las que transforman mucho en muy poco tiempo porque rozan la emoción escondida y hurgan en esos rincones donde siempre hay y habrá memoria colectiva, sensación, emotividad y empatía.
En ese orden de ideas y procurándome un cierto placer estético, llevo ya bastante de transitar por los pasillos de mi Alma Mater y centro de trabajo con los audífonos puestos. El noventa y cinco por ciento de las veces, oigo música electrónica. Por ello casi todo el tiempo me muevo y hago mis trámites administrativos de rigor con mi propio sound track. Esto me ayuda a mantenerme activa, de buen humor y enfocada. Así, más de una vez soñé con caminar por esos mismos pasillos oyendo la música que más me gusta a buen volumen y sin audífonos. Y esto nunca pasó de ser un sueño, hasta ayer.
Mi trabajo en la Landívar, específicamente en el Centro de Danza me ha permitido relacionarme todo el tiempo con artistas jóvenes y con coreógrafas y directoras de teatro reconocidas por su talento y trayectoria. Desde hace cinco años he estado rondando los procesos creativos desde múltiples y casuales perspectivas. Este año, desde la comodidad de mi escritorio lograba oír de manera reiterada los ensayos de Momentum, que por cierto este año transita hacia su 30 aniversario de creación. Por ello su Temporada 2018 se llama Zona Compartida 29.67, ya que son cifras decimales las que nos faltan para alcanzar los treinta años.
Pero no quiero entrar en otros detalles que no sean el de compartir mi experiencia el día de ayer durante el preestreno de esta obra. Experiencia que va –obviamente– vinculada a la experimentación del placer estético en una obra que funde de una forma desenfadada, la música de corte electrónico con la danza contemporánea interpretada por diez bailarines y un percusionista (Manolo Cruz) en escena.
Contornos, espacios compartidos, cercanía que llega al roce de los cuerpos en movimiento, espontaneidad, energía, fuerzas en equilibrio, individualidades en acción, sincronía, movimiento y más movimiento que describe elipsis y órbitas que bien podrían ser la tuya, la mía o la de muchos de nosotros y que durante una hora mantiene al espectador en una cierta tensión cómplice.
En esta producción escénica, nos dice Sabrina Castillo, directora y coreógrafa del Centro de Danza e Investigación del Movimiento de Artes Landívar, “la coreografía contó con una fuerte relación colaborativa entre coreógrafa y bailarines (…) de inspiración urbana, Zona Compartida 29.67 explora lo individual, lo colectivo y las relaciones de movimiento que transitan de lo simple a lo complejo y de lo complejo a lo simple”.
Los procesos creativos colectivos son difíciles, sin duda, pero enriquecen y renuevan repertorios porque se permiten licencias más atrevidas, fomentan el juego, la empatía y la inclusión de situaciones nuevas, así como la simultaneidad o no de movimientos y la innovación y frescura, sobre todo.
Los juegos gestuales, la palabra y las repeticiones de “lugares comunes” mediante el lenguaje corporal son parte del juego. La coreografía tiene muchos simbolismos, pero lo que resalta a simple vista es la convivencia en un espacio medianamente limitado, de diez bailarines que jamás irrumpen ni violentan el espacio del otro, pero lo ven, lo tocan, lo impulsan, lo sostienen, le sonríen y todo el tiempo lo tienen presente porque calculan sus desplazamientos y bailan acompañados por los sonidos repetitivos y rítmicos de esa música electrónica y sus altibajos.
El ritmo de la obra se sostiene porque no es lineal, sino que varía hasta alcanzar una cierta intensidad de movimiento, un descender casi lineal (siempre de la mano con la música que fluctúa y se acompasa con las órbitas corporales que se van dibujando) y que puede descansar acompasadamente en su desarrollo. El vestuario totalmente blanco y los recursos de una luminotecnia trabajada concienzudamente por Rob Martens aportan versatilidad y textura que se complementa con la heterogeneidad de los cuerpos en escena. Cada bailarín –hombre o mujer– describe su órbita perfecta en un universo comprimido donde no hay accidentes espaciales ni temporales. La música es un excelente conductor y acompañante.
Además de los bailarines de la Compañía de Danza Contemporánea Momentum, Andrea Ayala, Sofía Barrios, Brayan Córdova, José Carlos Cox y Jeffrey Ortega, se contó con otros jóvenes bailarines que quisieron celebrar y compartir su creatividad y tiempo como invitados, ellos son: Amy López, Javier Granados, Carol Saldañas, Kira Leoni y María José Almírez.
A todos ellos, a su vitalidad, esfuerzo, dedicación y compromiso, así como a su tenacidad y constancia, mi gratitud por regalarnos ese placer estético que tanto se extraña en estos tiempos convulsos.