Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor

Hablé en mi nota anterior, del 15 de junio del 2018, sobre los puntos cardinales de Marco Augusto Quiroa y sobre su capacidad literaria para metaforizar, que fue resultado de “tener pueblo”. ¿“Tener pueblo”? Sí; esa virtud suya la expliqué en el artículo que, días después de su muerte (noviembre de 2004), publiqué en elPeriódico:1

Hace, más o menos, 12 años, le conté a Maco mi encanto de la lectura de Cuentos de Joyabaj, de Francisco Méndez, sobre cómo ese autor me hizo sentir todo lo narrado y, además, la frescura e inocencia respirada en sus páginas. Después de oír mi experiencia, él me dijo:
–¿Sabés por qué sentiste todo eso?
–¿Por qué, vos?
–Porque Francisco Méndez tenía pueblo.

Luego, ese “tener pueblo” Maco me lo amplió contándome una impresión parecida a la mía. “Fijate, vos… a mí me pasa lo mismo que a vos, por ejemplo, cuando leo la poesía del flaco Arango.2 Siento salir de sus palabras los mismos objetos nombrados por él. Por ejemplo, si habla del zanate, Arango tiene la magia de hacernos sentir su graznido; de las frutas picoteadas en los árboles, vos sentís el sonido, los olores y hasta el sabor con el cual disfruta el pajarraco; al emprender el vuelo, te llega el aire desplazado por sus alas y hasta oís el plaf de la caquita cayendo al pasar sobre vos. Y alguien capaz de transmitir eso, definitivamente tiene pueblo. No hay de otra. Contar las cosas de esa manera, no es así nomás”.

Con los años, muchas veces volvimos a ese tema al compartir la experiencia de nuestras lecturas. Yo le dije en una ocasión:

–¿Vos creés que Miguel Ángel Asturias alguna vez tuvo la experiencia de bajar barrancos, conocer los bosques y sentir sus olores como para narrar en Hombres de Maíz, por ejemplo, el pasaje donde los compadres, a través de mil obstáculos, peligros, hondonadas y alegrías transportan el garrafón de guaro que, en el camino, van consumiendo y pagando con una truculencia que los hace terminar en la cárcel?

–Mirá, si alguien tuvo pueblo fue el Miguelón. “Tener pueblo” no quiere decir que a puro tubo vos vivás en un lugar refundido. No. Es más, vos podés vivir, por ejemplo, en Joyabaj y nunca “tener pueblo”. Para lograr esa virtud, hay que recorrer sus calles, sentirlas; mezclarte con las gentes, sentir sus olores, sus hedores; vivir sus historias, chupar cusha en batidor de barro, volverte cenzontle y que, aunque tengás voz de sapo, vos hagás que los demás te escuchen, precisamente, como cenzontle. Y el Miguelón, Canelín de mis angustias, pudo hacer eso. La parte jodida es que, para llegar a tener esa virtud, uno necesita acercarse a las personas y a las cosas de manera humilde. Hay que tener la capacidad de aprender y la sensibilidad abierta para ese gran acontecimiento de la vida. Eso no cualquiera lo logra, aunque se la lleve de muy fustán con picos.

Dichas esas razones, en el camino de los años, al leer los libros de Maco, entendí ese portento que significa “tener pueblo”. Es necesario oxigenarse de mundo y aldea; de cielo y de infierno; de gozo y sufrimiento. En resumidas cuentas, estar abierto a todas las personas para poder llegar a todos.

El “tener pueblo” no fue una característica que Maco haya adquirido sólo acompañando a don Benigno (su padre) en los viajes que hacía para asentarse en los lugares donde debía ejercer como juez. También la consolidó en casi todos los ámbitos de la vida en los cuales le tocó desempeñarse. Roberto Sian (Boris, como le decía Maco), su cuñado, cuenta una anécdota que ilustra muy bien ese aspecto. Resulta que Quiroa decía que era crema3 sólo por llevar la corriente, por hilar conversación y tragos con los demás; en realidad, el fútbol nunca le importó. En una ocasión, en la que fueron al estadio, Maco le preguntó a Sian:

–¿Usted sabe por qué vengo al estadio, Boris?
–¿Por qué, Maco?
–Vea a esa mujer de allá adelante. Mírela, bien arregladita, muy compuesta ella. Por atrás parece modelo de pasarela y por delante modelo de vení p’acá. Ya la va a ver en un rato. Échele ojo.

Y, cabal, momentos después, tras un fallo del árbitro, la mujer se levantó de su asiento y exclamó junto a los demás:

—¡Árbitro hijo de la gran puta, desgraciado…!

Entonces, Maco, con una sonrisa pícara, se volteó hacia Sian y, previo apachón de ojo, le dijo:

–Ya ve, Boris, a eso vengo al estadio; a ver a la gente, a medir sus reacciones, actitudes, maneras de comportarse, cambios de personalidad; a estudiarlas. Esos son los insumos que me sirven para pintar y escribir.

Quiroa fue pintor y escritor por decisión propia. En una ocasión le pregunté por qué optó por hacerse escritor:

–Fijate vos –me dijo–, la suerte que yo tuve al tener un ruco como mi viejo.
–¿Por qué, vos?
–Porque si no hubiera sido por él, de plano yo hubiera sido otra cosa, menos escritor y pintor.
–¿Abogánster?
–Quizá sí.
–¿Él te obligó, pues?
–No, hombre. Al contrario. “Yo comencé a interesarme por la literatura y la pintura, precisamente, porque no me obligaron. La literatura me la enseñó con el ejemplo porque era un lector empedernido y hombre muy culto. Además, lo que pasó fue que, como al tío Nino4 lo tenían del tingo al tango, a mí me acarreaba a donde a él lo enviaran. Y en ese trajín aprendí que las atmósferas son distintas. Cada pueblo tiene la propia. Y la misma comida, aunque sea igual, no tiene el mismo sabor en Cobán que en Chicacao. El sudor de las personas huele diferente. Y el dolor, que siempre duele, las personas no lo sienten de la misma manera en todas las partes. Hasta los labios de las mujeres, dependiendo del lugar, saben a jocote de corona, a rosas en miel, hoja de pino o agua fresca… etcétera”.5

Sentir las cosas en lo profundo lo proveía, después, del placer de evocarlas; a la vez, de una añoranza que lo urgía a contarlas. Lo vivido ya no tenía que ver solo con lo externo sino se volvía parte orgánica en él. Luego, las sensaciones ya no eran provocadas desde el exterior sino del interior. Eso implicaba dotarlo de una sensibilidad intensa. Por eso se le atrincheró la necesidad de escribir que lo mantenía sin sosiego.

En una de nuestras charlas frecuentes, le pregunté por qué se juntaba a tertuliar en unos lugares que la gente consideraba “bajos”. Él me respondió que esos santuarios eran fuente importantísima para un escritor. Sobre todo, para quien aspira a llegar al corazón del pueblo. “¿De qué le vas a hablar al pueblo?: de las cosas del pueblo. Entonces tenés qué conocerlo. Meterte dentro de él y sentirlo a través de sus palabras, de lo que ven, de lo que comen, de lo que palpan, etc. De lo contrario sólo podés aspirar a ser un escritor para chancles, si bien te va. En ese sentido solo sigo el ejemplo de Lope de Vega, Cervantes y maese Quevedo, que tuvieron la gracia y el genio de meter al pueblo en el protagonismo literario. En esa onda uno debe llevar al pueblo metido hasta el tuétano” –decía. Pero de este asunto seguiré hablando en la siguiente entrega.

1 7 de noviembre de 2004.
2 Luis Alfredo Arango.
3 Ser crema: ser partidario del equipo Comunicaciones, de fútbol.
4 Manera como Marco Augusto Quiroa se refería a su papá: Benigno Quiroa Obregón.
5 Juan Antonio Canel, elPeriódico, 7-09-2004.


PRESENTACIÓN

El nombre de Marco Augusto Quiroa está ligado al universo artístico guatemalteco. Fue un esteta original que al captar la realidad multiforme del país ofreció sus propias claves de comprensión. Conocer al pintor supera, sin embargo, la aproximación a su imaginario creativo. Esa es la intención de cederle la palabra al escritor Juan Antonio Canel Cabrera.

El articulista, según se dijo en pasadas ediciones, presentará por entregas el perfil biográfico de “El Gato Viejo”, con el que irá descubriendo un personaje pletórico de humanismo, sentido del humor, pragmatismo y empatía. Se trata de un texto que, superando el dato frío, recoge de primera mano la vida de un artista comprometido con las clases más desfavorecidas.

En esta entrega, el relato titulado, “El pueblo, hasta en el tuétano”, explica el valor y significado de situarse entre la gente. Una estrategia vital generadora de un conocimiento particular que imprime carácter a la obra artística. Ello revela el abordaje popular presente en la obra del artista plástico nacido en 1937 y fallecido en el año 2004. No sin razón, Carlos Mérida lo declaró el “más guatemalteco de todos los pintores”.

La edición presenta, asimismo, las colaboraciones del historiador Fernando Mollinedo, la crítica estética de Miguel Flores y las propuestas literarias de Adolfo Mazariegos, Leónidas Letona y Rómulo Mar. Cada uno de ellos, desde su área disciplinar, desentraña la realidad y la interpreta según horizontes y sensibilidad propios. Todo, en beneficio de una edición aderezada para los distintos paladares de nuestros lectores.

Confiamos, una vez más, que nuestro esfuerzo rendirá sus frutos en provecho del apetito intelectual de los seguidores del Suplemento Cultural. Deseamos ser parte activa de la construcción de un país diferente. Y estamos seguros de que esa utopía será posible desde la reflexión crítica que posibilite senderos nuevos por la vía de un pensamiento alterno.

Que tenga un reparador descanso.  Hasta la próxima.

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