Adolfo Mazariegos
Escritor
Mi teléfono móvil sonó repetidamente. No dejé de sorprenderme al ver en la pequeña pantalla el número de alguien que, según yo, no podría haberme vuelto a llamar. Seguramente la familia no dio de baja la línea y alguien se ha quedado con el teléfono ?pensé? y contesté, con cierto nerviosismo.
“¡Por favor, no cuelgues!”, pidió inmediatamente al escucharme.
Me quedé perplejo, sin saber cómo reaccionar. Era él, mi amigo fallecido pocos días atrás y cuya partida repentina había causado tanta consternación a familiares y amigos. Un cantante de rock desaliñado, de camiseta negra y cabellos largos, desgarbado, flaco, pero simpático a decir verdad, admirador de Cobain y Morrison, y convencido -según me dijo- de que «su muerte» haría subir considerablemente las ventas del único disco que había logrado grabar con una disquera emergente (lo cual, por supuesto, aún no ha sucedido).
“Creí que fingir mi muerte sería algo sencillo” dijo, con voz chillona y famélica, “estoy hambriento, no tengo dónde vivir, y en el banco se han negado a darme el poco dinero que tenía porque ya les han llevado el acta de mi defunción”, lloriqueó, al tiempo que percibí cómo se alejaba el auricular para limpiarse con sonoridad la nariz.
Lo escuché sin saber exactamente qué hacer, qué responder. Pero me sentí profundamente indignado al irme recobrando y empezar a entender lo que estaba ocurriendo. Por mi mente pasó una rápida imagen de la madre dolorida sufriendo desconsolada por la partida prematura del hijo artista, y aquel sentido cortejo fúnebre en el que yo mismo había participado con sincera tristeza.
Colgué sin decir nada, apretando el puño hasta ver mis nudillos blancuzcos a punto de reventar hasta casi desfigurarse. Inmediatamente, empecé a experimentar la extraña certeza de que pronto el teléfono comenzaría de nuevo a sonar… Y no me equivoqué. Ahora mismo está sonando nuevamente: y no sé si contestar, o lanzar el aparato por la cañería…
Finalista
Certamen de cuento Versos Compartidos
Montevideo, Uruguay (2017).