Jorge Carro L.
Escritor

Por alguna extraña razón, siempre he relacionado a Grecia con un verano infinito donde la cultura occidental tiene sus raíces.

Quizá se deba a las descripciones hermosas que leí, más que visité en las tres oportunidades que tuve la suerte de recorrerla… ¡No lo sé!

_4 Cult 3Pero de lo que estoy seguro, es que no puedo pensar en el verano, en el descanso, en el calor, sin pensar en el cielo helénico que guardo desde adolescente en mi memoria, gracias a un libro de Enrique Gómez Carrillo que descubrí en la Biblioteca Nacional de Argentina.

Por tanto, si sos de esas personas a las que les gusta viajar y que por el momento no puedes visitar Grecia, te recomiendo leer el libro que presentamos y que es una excelente forma de iniciar ese viaje, ya que ese destino es descrito con inteligencia, con amor, con lucidez, con belleza…

Se trata de un libro hermoso desde el prólogo, escrito ni más ni menos que por Jean Moreas, uno de los poetas padres del simbolismo francés, nacido en Grecia, y que por fortuna, descansa o no, a menos de veinte metros de Enrique Gómez Carrillo (autor del libro que presentamos esta noche tan bellamente chapina) en el Cementerio Pére Lachaise, en el corazón de París.

Deseo imaginar que ambos escritores se encuentran por las noches para recordar el cielo y la luz griegas, entre otras muchas otras cosas, incluyendo obviamente las bellas mujeres y la cocina helénica, que tanto amaron y gustaron.

El poeta, muy posiblemente, con un ejemplar bajo el brazo ha de abrir “La Grecia Eterna”, en la segunda página del prólogo, y con voz estentórea se pondrá a leer, para que lo escuche también Oscar Wilde, quien no tardará en levantarse y reunirse con ellos, ya que el autor de “La importancia de llamarse Ernesto”, vive su eternidad en la vecindad…

“Yo conozco en una roca azotada por el mar Ático una minúscula capilla llena de flores. A su puerta, en una mesa, se ven, en una fuente, algunos cirios labrados, blancos y amarillos. Visitando esa capilla, los marineros de la costa de Falero encienden los cirios devotamente, y tal vez piensan en agregar las ofrendas de sus abuelos: anzuelos, cañas largas, remos, redes y anclas…”.

Este libro (“La Grecia eterna”) fue publicado en 1908 y narra el viaje por la patria de Homero y Perséfone, de uno de los periodistas más leídos de su tiempo en lengua española, el muy guatemalteco Enrique Gómez Carrillo…

En este libro, su narrativa tiene más que ver con las sensaciones y las impresiones que el paisaje helénico deja en su alma de incansable viajero, que con las descripciones en sí.

Con pluma maestra Gómez Carrillo nos traslada del mundo físico a las ensoñaciones que ciudades y monumentos le causan en el espíritu.

“La Grecia eterna” es de ligera lectura, tan ligera como la democracia que nació bajo ese sol y que algunos torpes críticos han confundido con superficialidad.

Bueno es recordar que hasta Miguel de Unamuno tuvo que salir a defender este libro, alabando la capacidad de su autor de hacerlo viajar sin salir de su estudio. Por ello es que se puede releer incontables veces, porque uno descubre siempre una nueva emoción, porque el cronista guatemalteco involucra al lector en el viaje, haciéndolo partícipe de la aventura.

Baste como ejemplo, su llegada a Grecia, en el primer párrafo del libro:

“Acabamos de entrar en el mar de la Odisea. A nuestra izquierda, las últimas costas latinas recortan sin acantilados en un fondo de tinieblas. A la derecha, la blanca playa de Mesina, con su faro antiguo, aparece envuelta en vapores color de plomo. En vez de respirar el perfume de los naranjos sicilianos que embalsaman este ambiente durante las noches de primavera, sentimos el acre olor de la tempestad. Nuestro barco se estremece y gime en su lucha contra las olas. A lo lejos, el cielo y el agua se confunden en una nube que la lluvia raya con sus dardos diagonales…”.

Así abre su crónica Gómez Carrillo a uno de sus más hermosos libros.

Gómez Carrillo sabe bien de qué habla, pues al final de su vida habrá sobrevivido a tres naufragios, por lo que el incidente griego no es menor, al menos ya había naufragado una vez antes.

Sin embargo, la tormenta no es más que una excusa para llamar la atención del lector, pues avanzados un par de párrafos, ya el tono cambia, anunciando la delicia de las páginas siguientes en las que no cabe más que la alegría, la sorpresa y la maravilla, acaso también la nostalgia: “En días de luz, nadie se explica que su azul serenidad haya podido infundir tal pánico a los antiguos navegantes”.

De sus impresiones de la mujer griega dejó constancia Gómez Carrillo: “…Yo apenas he tenido aún el tiempo de verlas pasar, gorjeantes y rítmicas; apenas he podido, en dos o tres salones literarios, respirar el ligero aroma de violetas que sus cabelleras negras exhalan y perseguir las chispas que se encienden, se apagan, huyen y vuelven a encenderse, en sus pupilas negras, apenas he besado, respetuoso, sus manos desnudas. Pero no importa. Estos breves días me bastan para hacerme la dulce ilusión de que las conozco en la intimidad…”.

El viaje, en el que visita Atenas, el Peloponeso y las islas del Egeo, transcurre con un ánimo proclive a la felicidad, pues “Los dioses marinos nos protegen. Las libaciones del almuerzo comenzaron a calmar sus enfados, y las libaciones de la cena les hacen sonreír…”

Garantizado: Ninguna de sus 221 páginas tiene desperdicio, y no quiero seguir citando para no correr el riesgo de resultar pesado. Solo permítaseme recordar que el viaje por Grecia, Gómez Carrillo lo hizo acompañado del “amor de su vida”, Anie Perrey.

No quiero romper la magia de leer a Gómez Carrillo, y esta breve presentación no pretende ser más que una recomendación para tumbarse en donde sea y disfrutar con la lectura de “La Grecia eterna” y advertirles, si me lo permiten, que en la Asociación Enrique Gómez Carrillo, de la cual me honro ser su presidente, que continuaremos luchando para que el Gómez Carrillo no caiga en el muy lamentable ninguneo característico de nuestra cultura.

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