Víctor Muñoz
Premio Nacional de Literatura

-¿Y eso? -le pregunté a Arturo cuando lo vi aparecerse con un perro que, según me explicó, se trataba de un hermoso ejemplar de raza boxer, aunque yo le encontré más apariencia de chucho de la calle que cosa fina.

-Se llama Luther –me respondió.

Como yo me quedara callado, solo mirando atentamente los movimientos nerviosos del animal, prosiguió con su explicación.

-Ahí donde lo ves, es bien inteligente. ¡Sit down, Luther! -le ordenó, y el perro se sentó. –¡Go to the bed, Luther!- Continuó, y el perro se acostó. -¡Get up, Luther!
-siguió, y el perro se levantó inmediatamente.

-¿Y por qué le das las órdenes en inglés? -quise saber.

-Pues la historia es bien larga -me dijo-, fijate que cuando mi tío Carlos lo llevó a la casa dispuso que se llamaría Fraile, cosa que causó el espanto de mis tías; vos ya sabés lo devotas que son ellas y lo metidas que están en las cosas de la iglesia. Lo trataron de masón, de hereje y hasta le vaticinaron castigos divinos; pero por mucho que alegaron, mi tío se mantuvo en sus trece y se opuso a cambiarle el nombre al animalito.

Mis tías le dijeron que eso era una blasfemia de las peores, pero como él es descreído y las cosas de la iglesia le vienen del norte, no les hizo caso. Eso sí, siempre que se tocaba el tema se armaban unas discusiones tan tormentosas que hasta daba miedo, vos. La cosa es que el perro creció sabiendo que su nombre era Fraile. Así lo llamaba yo, y por supuesto, mi tío; en cambio mis tías se referían a él como “ese animal”.

Sin embargo, mi tío decidió cambiarle el nombre porque para la Navidad del año pasado, en lo que mis tías andaban en una posada, el chucho se metió a la casa y a saber qué le pasó, porque se fue al Nacimiento y le arrancó la cabeza al Niño Dios, dejó sin pelo a la Virgen María, le quebró la nariz y los brazos a San José, se comió a los pastorcitos, a las ovejitas y a una tortuguita viva que habían puesto dentro de una palanganita que hacía las veces de lago, partió en dos al buey y a la mula, deshizo a los Reyes Magos, se orinó en el arbolito; luego, con la rascadera esa que hacen los perros después de que se orinan, aventó para todos lados el aserrín y por último se llevó para el jardín el rosario de manzanillas, donde lo terminó de destrozar.

Ya te podrás imaginar el escándalo que armaron mis tías cuando se dieron cuenta de la blasfemia. Luego de que les pasó el susto y la cólera, le exigieron a tío Carlos que se llevara de la casa al animal. Él les respondió que no, entonces el pleito se volvió casi violento, al extremo de que vivir en la casa era como si uno estuviera en el propio infierno; y lo peor de todo, vos, fue que hasta la agarraron contra mí, porque como me daba tristeza ver al pobre animal todo el día amarrado, a veces lo sacaba a pasear.

Ellos pasaron como un mes sin hablarse, pero como así no se puede vivir, un día mi tío les dijo que para que estuvieran contentas había decidido cambiarle el nombre al perro; que en vista de que evidentemente al animal no le gustaban las tradiciones católicas, le pondría un nombre protestante; que ya lo había pensado bien, y que de ahí en adelante se llamaría Lutero.

Mis tías se pusieron más espantadas aún, y lo que mi tío creyó que sería la vuelta a la concordia y a la paz, se volvió otro lío del que salió acusado de hereje, de impío, de irreverente y de cuanta cosa se les ocurrió. Pasó otro mes sin que se hablaran. Mi tío comenzó a llamar al perro por su nuevo nombre, pero este no le hacía caso. Yo, para no quedar mal con nadie, solo le decía “el chucho”. Un día mi tío decidió que les iba a dar gusto a las señoras para que ya no estuvieran tan enojadas, y se lo cambió a Luther.

-Vamos a tener que enseñarle inglés al chucho-, me dijo mi tío. De esa cuenta fue aprendiendo el idioma y ahora ya ves, solo entiende cuando se le habla en inglés.

-¿De veras? -le pregunté, un tanto asombrado por la disparatada historia que acababa de referirme; aunque la mera verdad es que viniendo de Arturo, ya nada me causa asombro.

-Sí -me respondió-, ya vas a ver. -Lutero, ¡siéntese!- le dijo, y efectivamente, el perro se quedó como de piedra. Y le dio otras órdenes en español, pero el animal no atendió ninguna.

-Bueno vos -me dijo-, me voy porque ya va siendo la hora de que Luther tome su dinner. Y se fue.

Indudablemente, eso de saber otro idioma es de suma importancia, máxime si se es propietario de un perro. Uno nunca sabe.

Artículo anteriorLa clase de danza 1872
Artículo siguienteLA LISTA DE SCHINDLER