Por Pablo Rangel

Mi infancia transcurrió aparentemente de la manera más normal, vivíamos en la colonia El Granizo, en la zona 7, de la ciudad de Guatemala. Nuestra casa era pequeña y sencilla; buena parte de su estructura era temporal pues mi abuelo la construyó con lo que pudo después de perderlo todo en el terremoto de 1976. Mi abuela que le sobrevive dice que venían de Chimaltenango.

Las calles eran angostas, ya que no se había pensado en que los vecinos un día tendrían vehículo propio. En esos años teníamos un problema en casa, bueno, en realidad teníamos más pero entre tantos sufríamos de sobrepoblación infantil. Mis papás se aburrían de tener siempre en la sala, a mis tres hermanos, a mi hermana y a mí.

Alguna vez escuché historias de fantasmas, incluso, mi papá compraba la revista DUDA, una edición mexicana de hechos paranormales y ovnis, con relatos de personas que habían vivido estos casos. Me interesaba leerla, pero me ganaba el miedo y prefería el fútbol.

Mis juegos e inocencia infantil se vieron interrumpidos por un hecho que hasta hoy tiene una fuerte carga emocional para mí y que poco a poco he ido tratando de sanar. Este proceso de convertirme en cazafantasmas inició como una catarsis que con el tiempo se fue transformando en una afición y poco a poco me fue curando de lo que algunos curanderos llaman «el susto».

La calurosa tarde del 12 de abril de 1990, mis hermanos y yo salimos a jugar pelota al callejón, eran aproximadamente las tres. Todo transcurría normal, hasta que un primo de uno de mis amigos (quien había venido a visitar a su familia por las vacaciones) dijo que deberíamos intentar hacer algo nuevo, en esta ocasión, meternos a algún lugar a “buscar tesoros”.

En la colonia había un pequeño taller de herrería que pertenecía a don Ramiro. Ese día estaba cerrado por ser feriado, sin embargo, aunque la puerta del taller estaba asegurada con una cadena, en la parte de abajo, cualquiera con complexión pequeña podía entrar sin dificultades.

Dudé un poco al principio, pero ante la insistencia del grupo finalmente entré. Empezamos a explorar el lugar y fingir que trabajábamos. Íbamos observando con detenimiento cada uno de los casi treinta posters de mujeres en bikini que tenían pegados en las paredes los muchachos que trabajaban con don Ramiro.

Todos estábamos impactados con las herramientas que se encontraban en el taller. De repente me percaté que sobre un yunque había un envase de Coca´Cola que de lejos se veía lleno. Me dio sed y me quedé viendo el envase cuando tuve una sensación extraña, como de embotamiento. De pronto, un niño que no se me hacía conocido, salió de quien sabe dónde, quizá del baño, se acercó al yunque, agarró el envase y se lo tomó hasta el fondo.

El niño volteó a verme fijamente a los ojos y me dijo «AHORA, ME MUERO». Se cayó al piso y empezó a convulsionar.

Mi susto fue tal que quedé mudo. Solamente alcancé a darme la vuelta y preferí salir en silencio para que nadie fuera a decir nada. Corrí pálido hasta mi casa y permanecí callado el resto de la tarde, no quería ni pensar en el tema, por momentos algunos flashbacks invadían mi mente, imágenes del niño retorciéndose en el piso, sus gestos de dolor y sus manos tomándose el estómago con desesperación. No sabía ni qué hacer.

Mi mamá y su sexto sentido detectaron que tenía un problema y me sentía diferente, aunque creo que lo que la puso sobre aviso fue que no probé bocado en la cena ni en el desayuno del día siguiente. Ella me preguntó con mucha delicadeza si me sentía mal. Dudé en decir lo que había visto pues seguro ella iba a contarle a mi papá y como siempre, nos iba a pegar. Finalmente agarré valor y se lo conté. Se quedó sorprendida y sentenció:

– Esto hay que decírselo a don Ramiro.

Y así fue. Esperamos a que el herrero regresara y cuando lo vimos pasar en su carro, le hicimos señas para que se detuviera. Mi mamá le dijo que tenía que hablarle de algo muy serio, pero que mejor fuera en el taller.

Llegamos y mi mamá me dijo que le contara todo. Recorrí con la mirada el lugar, pero no había ningún cuerpo, ni señales de desorden y tampoco envase de Coca´Cola.

Don Ramiro dijo:

Bueno, ¿cuéntenme… cómo los puedo ayudar?

Don Ramiro fíjese que el nene vio algo por acá y quiere contarle…

¿Qué viste campeón?

Como me había dado cuenta que ya no había ni cuerpo, ni envase, ni nada de nada, inventé que quería ver si él podía hacer unas porterías de fútbol pequeñas con unos tubos cuadrados que tenía en la entrada del taller. A lo que respondió que con mucho gusto y que podía hacerlas a un precio accesible. En ese instante dijo, vamos a mi oficina (una pequeña mesa llena de polvo que tenía a un costado de toda la chatarra) Preguntó si queríamos tomar algo. Yo sin pensarlo mucho, y antes de que mi mamá pudiera pronunciar palabra dije:

Una coca para mí porfa don Ramiro.

Me vio fijamente y después de unos segundos -que a mí me parecieron minutos-, dijo:

Lo siento, yo sé que ustedes no tienen la culpa, pero en este lugar no consumimos Coca Cola.

Don Ramiro estaba sollozando frente a nosotros, se apoyó sobre la mesa como para no caerse y soltó:

Justo hoy hace diezaños, Raúl, mi único hijo entró al taller, tomó un envase lleno de ácido muriático que estaba sobre el yunque, se lo tomó pensando que era otra cosa y murió envenenado. Ahora que me vieron, estaba regresando del cementerio donde lo tengo enterrado. Si estuviera vivo debería tener 18 años y sería mi ayudante, no saben cuánta falta me hace.

Cuando don Ramiro terminó de hablar me quedé peor que cuando salí corriendo el día anterior, ahora sabía que lo que pasó no era real y simplemente había sido una escena residual, una imagen fantasmagórica producto de la energía acumulada durante años.

Desde ese día, una parte de mí se quedó en ese taller.

Pablo Rangel (Ciudad de Guatemala, 1975). Su infancia y adolescencia fueron cercanas al gnosticismo, esoterismo y magia. Desde 1997 se formó en las Ciencias Sociales en la Usac, Noruega y FLACSO. Se dedica a la docencia y escribe desde análisis políticos hasta pequeñas historias de terror y medicina natural.

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