Por Ángel Valdés

El calor aprieta a medida que el astro rey llega a su cénit y emprende su viaje hacia el ocaso. Las jacarandas y buganvilias elaboran su alfombra de pétalos por las calles y aceras de ciudad de Guatemala. No corre ni una brizna de viento fresco, el bochorno es intenso y caminar por aquella capital antañona se hace pesado bajo el sol. La cadencia del paso de las horas durante el estío es como una remembranza del ritmo acompasado de las procesiones: se está en Cuaresma y pronto llegará la Semana Santa.

_BLa familia protagonista de estos artículos y que se ha constituido en nuestra amiga, se dispone a vivir con intensidad la Semana Mayor, han acudido a las procesiones cuaresmales que, en aquellos años, eran contadas, aún no había señales de la llegada de la comercialización de estas tradiciones, que ahora se caracterizan por una cantidad ingente de procesiones los domingos que uno no se explica cómo no se chocan en El Centro.

La tía Angustias ha invitado al clan a pasar la Semana Santa en el solar familiar del pueblo de origen de los bisabuelos, que en un momento determinado migraron hacia la capital, pero a lo largo de los años, el vínculo permanece, no obstante, en los últimos tiempos, por uno u otro motivo, no habían ido a pasar “los días grandes” al pueblo y este año, están dispuestos a retomar aquel periplo a los “orígenes”, tal movilización no puede tomarse a la ligera, requiere de los preparativos correspondientes.

Como hemos ido viendo a lo largo de este seguimiento a las tradiciones que vive a rajatabla esta familia, el papel de la gastronomía es fundamental en todas las expresiones culturales propias de cada fiesta y ésta no es la excepción. Tía Angustias les ha dicho por carta que no lleven mucha comida porque en la casa habrá de todo, pero las señoras dispondrán, haciendo eco al oráculo de la familia, que no van a poner en penas a la tía, por lo que llevarán comida hecha y así intentarán que ella descanse y puedan convivir más.

Asimismo la tía Angustias les ha pedido que le envíen un telegrama para confirmar que irán, el cual es puesto al punto, para evitar así confusiones y que al llegar, la tía no esté.

La población joven de la tribu está feliz por el viaje, son años en que los días grandes son eso: el descanso de Semana Santa o los días de “feriado”, aún no se ha introducido el hablar de vacaciones de verano, con las consabidas actividades bailables en el puerto de San José. En aquella época se guardaban los días, es decir, no se hacía nada por “respeto”, estaba prohibido poner música alegre, correr, jugar y ¡hasta reír!, claro, en los elementos infantiles no caía en gracia dichas disposiciones y solían saltarse las normas, corriendo aún sin motivo, carrera que era cortada en seco con un “si seguís corriendo se abrirá la tierra y te tragará el diablo”. Era como quedar paralizado, las articulaciones inferiores eran incapaces de responder a la orden del cerebro de seguir corriendo.

Las señoras se disponen a preparar los alimentos: pescado a la vizcaína, torrejas, molletes, encurtido, pacayas, tamalitos de viaje, maletas de frijoles volteados, huevos duros y encargan dos gallinas para llevarlas y así preparar un buen caldo. Los señores también se ocupan de avituallarse: unas botellitas de ron, del que le gusta a tío Lencho y allá no hay, a los jóvenes se les ocurre llevar más de alguna cervecita, aunque con el problema que en la casa del pueblo no hay luz, no podrán tenerlas frías, no obstante, persisten en su empeño, igual y quizá tienen suerte que pase el vendedor de hielo.

Como en el anterior viaje a Esquipulas, el estrés de los preparativos finales se hace presente: recomendar al chucho, cerrar bien las ventanas –ahora se irán más días– atrancar bien la puerta de atrás, ponerle los candados y guardar bien la llave, tener listos a los patojos, terminar de preparar los canastos gigantescos con comida, repasar los encargos que tiene cada quien, dejar bien cerrada la puerta y repetirle al que se hace cargo de las llaves, que la guarde bien, que no la vaya a perder, recomendación repetida por cada una y cada uno de la comitiva. Se van a abordar el bus a la estación y salen temprano, le han dicho a tía Angustias que llegarán a almorzar.

En esta ocasión viajan en un autobús de línea, no en excursión, por lo que acomodar las cosas resulta más difícil dado que los demás viajeros también lo hacen dispuestos a pasar una temporada extensa fuera de la capital. Por fin el ayudante, como puede, logra acomodar todo, se suben y toman sus lugares, tres en cada sillón y en la parrilla interna colocan una canasta con comida por si les da hambre en el camino. La camioneta enfila rumbo al Atlántico, paran en el peaje, luego en Teculután, hacen remembranza de su peregrinación a Esquipulas, circulan nuevamente las anécdotas de aquel periplo. Y entre pláticas y somnolencia cuando cruzan el valle de la Fragua, llegan a Chiquimula, están felices porque arribaron a buen tiempo, son las 9 de la mañana, con suerte la camioneta que pasa al lado de la aldea a la que van, llega temprano y podrán estar a la hora del almuerzo, tal como lo habían convenido.

Bajan todas las cosas, buscan la sombra de un árbol en el parque chiquimulteco para esperar la camioneta, aún hay ánimo en la expedición y se forman varias tertulias que se unifican cuando surge un tema de interés general, están embebidos en la conversación cuando de la garganta de una de las expedicionarias sale un sonido gutural a modo de grito de asombro, suerte y olvido: “¡Yyyyyyy muchá! La tía pidió en su carta papel de china morado y se nos olvidó” – ¿Pero para qué quiere ese papel? “pues para adornar, ni modo” “Vaya vos que te acordaste patoja, andá corriendito a buscar, por acá deberá haber una librería y apurate, que si viene la camioneta te quedás”. La que se acordó y por ello debe ir a conseguirlo, sale corriendo desesperadamente a hacer el encargo de la tía. Una de las señoras ve corozo, piensa que está muy bueno y decide comprar “por si no hay allá”, se abastece generosamente y continúa la espera.

El calor es desesperante, poco a poco aumenta el número de personas que esperan la camioneta “Unión Jumay” ¿A qué hora pasa? –pues fíjese que a esta hora ya ha pasado, talvés les pasó algo porque es muy raro que no hayan venido ¿nunca se ha atrasado tanto va vos? Y un coro responde monótonamente “noooooooo”. Y sigue la espera, aumenta el calor, llega más gente. Vendedores aprovechan la aglomeración para ofrecer sus productos: mangos verdes con pepita, mangos de leche –la concurrencia compra un mango cada uno para mitigar la espera–, pasa el vendedor de cocos, el clan da cuenta de los cocos para saciar su sed, se aproxima la vendedora de manías, compran unas cuantas bolsas –por si no hay allá– pero a los pocos minutos inician a consumirla; acude el vendedor de frescos, compran de tamarindo que está frío, aunque también beben limonada con chan “esto refresca”.

El calor sigue aumentando y hace pegajosa la espera, aumenta la concurrencia, los chuchos deambulan en busca de comida, famélicos, esqueléticos y ante la falta de alimento propio a su condición perruna, comen las frutas podridas que están arrojadas a la calle. Solo la familia que hemos seguido en sus peripecias da muestras de inquietud y cierta desesperación, las demás personas esperan pacientemente en la parada.

Del asfalto de la calle parece que emergiera humo. No corre nada de viento y no se mueve ni una hoja del árbol en que han buscado sombra que se ha ido moviendo a medida que el sol hace su recorrido. Por instantes parece que el tiempo se detiene y si no fuera porque pasa un chucho o alguien que está esperando la camioneta cambia de postura, se diría que se está dentro de un cuadro, eso sí calurosísimo.

La resignación se ha apoderado de la familia viajera, de la alegría se pasó al enojo, luego a la desesperación y ahora por fin, se han entregado a su suerte y en esas están, cuando aquella quietud es rota por un autobús que entra raudo a la calle y estaciona frente a la parada. En una milésima de segundo, aquellas estatuas vivientes se transforman y cobran vida, la desesperación se apodera de todas y todos los viajeros, porque a ojo de buen cubero, se ve que son muchos para la camioneta tan pequeña que cubre la ruta. Como si de una estampida que huye de la inminente inundación se tratara, en una escena casi trágica rozando el pánico, meten al bus a los patojos por las ventanas, otros suben por la puerta delantera, alguien más listo abre la puerta de atrás, las señoras con las canastas obligan a quienes obstaculizan su paso a quitarse y logran, con esfuerzo, subir el cargamento. Hay gritos por doquier, todo el mundo habla al mismo tiempo, girando instrucciones a los que han tenido la suerte de subir para que “les aparten lugar”.

El chofer acostumbrado a esa tensión, espera tranquilo a que todos aborden, se compra un su helado, de aquellos que fabrican en las casas y distribuyen en carretillas de madera. El ayudante intenta poner orden pero ante la imposibilidad, sigue el ejemplo de su jefe. En una maniobra que da la sensación de haber durado una eternidad pero que se ejecutó en cuestión de minutos, el pasaje está en sus lugares, las canastas son amarradas en la parrilla por el ayudante y otros voluntarios, la camioneta arranca y emprenden el camino, son las dos de la tarde.

¡Y tía Angustias esperaba a la visita con almuerzo!

Salen de la carretera asfaltada y entran a la de terracería, empieza el zangoloteo de un lado a otro. La colocación compacta de las y los pasajeros –7 u 8 por fila, desafiando las leyes de la gravedad– empieza a desmoronarse a medida que los movimientos son más intensos. Al calor se suma el polvo: blanco, finito, que se apodera del ambiente interno de la camioneta como una bruma y que poco a poco va cayendo sobre todas y todos, no quedando ninguno libre de tal “plaga”. El calor se intensifica porque para evitar que entre más polvo, deciden cerrar las ventanillas, los olores empiezan a apoderarse del ambiente: olores corporales provocados por la transpiración ante tanto calor, las ventosidades producidas por lo que se comieron en el tiempo de espera y la amaqueadera, pelo sudado y quemado, corozo, etc.

Una niña que con el susto de la violencia del abordaje, el dolor de las magulladuras que le infringieron, lo tarde que es, el hambre, el calor, la sed, todo conjugado, en un momento dado, ante aquel traqueteo de la camioneta hacia un lado y otro, conjugado con subidas y bajadas simultáneamente, pide a su madre Incaparina, lo hace confiada que será atendida su petición, pero la respuesta inesperada altera la paz de quienes viajan en aquellas condiciones –mijita, no traje pacha, pero cuando lleguemos a la casa te voy a dar.

“¡Incaparinaaaaaaaaaaa, Incaparinaaaaaaaaaaaa, quiero Incaparinaaaaaaaaaaa!” grita la niña entre llantos y estertores, la mamá intenta calmarla prometiéndole que pronto llegarán y que entonces le dará Incaparina. Cuarenta y cinco minutos de concierto han iniciado, lo que complementa al calor, el polvo, los zangoloteos, el hambre y ahora esto, prácticamente los cinco sentidos están en tensión en aquella travesía. Por fin la niña se cansa y duerme, reina nuevamente el silencio.

El reloj marca las seis de la tarde, la camioneta se detiene junto a una ceiba, han cruzado las montañas y se encuentran entre Chiquimula y Jutiapa, en aquella explanada que abarca Ipala y Agua Blanca, en el lugar convenido, esperan a la familia con unas bestias, el viaje ha llegado a su fin, por lo menos en camioneta, se bajan, agradecen al chofer, les acercan las canastas y maletas, quienes les esperan las toman y las acomodan en cada una de las bestias y emprenden el camino por un sendero que los conducirá a la casa de los orígenes de la familia.

La tarde da paso lentamente a la noche, emergiendo en el horizonte las primeras estrellas, en el caminito pueden verse luciérnagas que iluminan el sendero. Después de un día tan tenso, ese recorrido resulta ser relajante, aunque vayan muy cansados y no quieran otra cosa más que descansar. Inicia una conversación con los arrieros para ponerse al día de las últimas novedades después de tantos años de no asomarse por aquellos parajes. El desfile de nombres, vidas y sucesos entretienen el recorrido. Por fin, a la lejanía, se ve una fogata y unas antorchas a las afueras de una casa, a medida que andan, se acercan a su destino ¡Han llegado!

La tía Angustias espera a la comitiva en la puerta del terreno que está separado de la casa por un jardín pequeño, atrás están las demás dependencias. Entre miles de disculpas por el atraso pronunciadas por quienes llegan y palabras de bienvenida por parte de la tía, salen los habitantes a recibirlos en pleno, se saludan, se abrazan y entran en la casa.

Se sientan a la mesa al lado del fuego de la estufa de la concina a degustar lo que hubiera sido su almuerzo, pero que ahora se transformó en cena: pollo en crema, arroz con tiras de zanahoria, pimiento, arvejas; para beber café, los señores sacan una de las botellitas que le llevan a don Lencho, las señoras complementan con otras viandas, bajo protesta de tía Angustias que les había dicho que no llevaran nada. Del comal salen tortillas infladas que luego al ser tostadas en la leña, son untadas con frijoles. De esa manera, inicia su visita y por tanto, el descanso de Semana Santa.

Como si de una estampida que huye de la inminente inundación se tratara, en una escena casi trágica rozando el pánico, meten al bus a los patojos por las ventanas, otros suben por la puerta delantera, alguien más listo abre la puerta de atrás…


Ángel Valdés Estrada (Guatemala, 1967). Actualmente trabaja como docente en la Escuela de Historia de la Universidad de San Carlos de Guatemala, escribe textos de investigación y en sus ratos libres redacta historias cortas de ficción.

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