Por Jairo Alarcón Rodas

Valoro aquellos recuerdos sutiles, en silentes detalles que han marcado mi vida. Los guardo entre mi piel y mi razón. Viene a mi memoria un calor indescriptible, no ese que fastidia, que es causado por la aridez de un acentuado o extendido verano. No es el calor que quema, que sofoca y desespera. Por el contrario, es el calor necesario para vivir, que lleva impregnado un sentimiento profundo que se inscribe en el reloj de la existencia.

Calor de hogar que poco a poco he comprendido que no es lo que aprendí y me enseñaron en la escuela. Ya que la seguridad, la paz, no está en el lugar donde se reside, sino en las personas que la motivan, que nos transmiten emociones a través de su presencia. El mundo no lo hace un planeta, sino las personas que lo habitan.

Tarde, me di cuenta de ello, pero ahora, que he despertado de mi letargo, revaloro mi presencia de cara a mi pasado con fines de un presente fugaz. Olores, sonidos, sentimientos, imágenes que se mezclan, alucinantes que me llevan en segundos, a la ataraxia buscada.

Prestando atención a las cosas, los mitos se alejan, me distancio de ellos, ficciones de la posmodernidad y del consumo que depredan la existencia. Muchas envolturas ocultan, a veces para siempre, las esencias y es preciso acrecentar la conciencia, despertar del alienante horizonte donde han situado nuestros pasos.

Sin embargo, darnos cuenta que mucho de lo aprendido tiene poco valor y lo nuevo se nos hace poco probable, nos causa un dolor lacerante que inhibe salir de la zona de comodidad en la que se está y se ha estado por largo tiempo. Es el miedo que nos han forjado, que no permite que salgamos a la luz y nos roba la tranquilidad.

Desaprender, regresar para corregir errores, dar un paso atrás para volver con más fuerza, con paso firme, como Lenin lo señalaba, es lo que hoy he comprendido. No lo he hecho solo, mi referente, la luz que me ha mostrado mis errores y me ha hecho soportar las derrotas sigue pendiente de mí y lo sé porque continúa entre los vivos y continuará así hasta el día de mi muerte.

Vuelvo a los recuerdos, los recreo y sonrisas fulgurantes se dibujan en mi rostro sin que tenga dominio sobre ello. El tiempo se comprime en fracciones de segundos y lo vivido se recorta selectivamente para traerme los momentos que han marcado mi vida. En ellos, mi niñez se resalta y es que somos lo que perfilamos en los albores de nuestra vida. Nada perfecto, alegrías, tristezas, también llantos y fracasos pero en el fondo, a mi resguardo el calor del hogar tiene rostro femenino.

Montañas de arena, luchas fratricidas en donde las espadas de madera marcaron el rumbo, el horizonte de mi existencia. Mundos de fantasía e imaginación, héroes y villanos, intrépidas aventuras llenas de peligro y audacia, de temeridad y riesgo. Lluvia, sol, ropa sucia y rota, desobediencia y terquedad, angustia, aflicción expresiones de ese mundo que construimos, que construí y que a través de mi memoria volverá.

¿Por qué se nos hizo tan difícil aprender el siete por ocho, el Yang-tse-kiang, el viejo río Azul de la China o, que los dípteros son la orden a la que pertenecen las moscas? Quizás fue porque se nos exigió repetir contenidos y no se nos mostró el verdadero valor de esos saberes. En fin, todo ello es extensión de lo que somos, deformados quizás pero con la oportunidad de ser mejores a través del conocimiento.

Mezclar enseñanzas con castigos fue para mí tan normal en ese momento que no reparé en lo que eso representa. Sin embargo ahora reniego de los golpes que nos dieron en ese entonces, eso no nos hizo mejores alumnos ni mejores personas. Pienso que las prácticas normales del ayer constituyen los vicios del ahora, de la misma forma que lo anormal del pasado es lo normal del presente y así sucesivamente como parte de la dialéctica de los consensos.

La angustia de tener que ir a la escuela, sabiendo que no se estudió o no se hizo la tarea, es algo que jamás olvidaré. Por una parte, sentía el temor a los castigos de la maestra y por otra, a mi padre, quien me exigía cada vez más y mejores resultados. Fueron varias veces que mis ojos se tornaron vidriosos por el deseo de llorar de rabia ante ese dilema y otras tantas en las que mi mirada se depositó en los únicos ojos que comprendían mi angustia.

Breves segundos dura el éxtasis de revivir esos momentos, pero son suficientes para recobrar el aliento y continuar deleitándose con la vida, siendo conscientes de que habrá gozos y sin sabores. La felicidad no es un estado permanente y es de sabios disfrutar los momentos que llenan de regocijo y plenitud, intensificándolos, apartando las resistencias que surjan para lograrlo.

Replantear la vida no es cuestión de elucubrar, es más bien una actitud que muestra los defectos y también las virtudes. De cometer errores nadie está exento, continuar en ellos significa perversión. Dicen que ninguno es completamente bueno ni completamente malo, pero hay rasgos de perversión que aniquilan lo humano y que hacen la diferencia.

Dentro de todas las habitaciones de la casa, la que más recuerdo es la cocina, muchos recuerdos vuelven a mí en torno a ella. Sentimientos, olores, sabores me evocan su presencia. En una pequeña mesa junto al fuego platicábamos, comíamos, soñábamos, reíamos, en fin disfrutamos la presencia del ser que le daba vida y nos dio la vida.

Ella me enseñó que no es importante figurar para estar presente, que la generosidad es un don humano, que el valor de las personas está en lo que es y no en lo que se aparenta, que se puede ver a través de otros ojos y que no es necesario viajar para conocer otros mundos. Que la paciencia es gratificante pero la audacia lo es aún más.

Todo es cuestión de encontrar el justo momento, estar en el lugar y situación precisa pero, ¿cuándo tiene uno la oportunidad de que ocurra eso? Hay situaciones que por falta de decisión no se alcanzan, quizás sea cobardía, puede ser prudencia o simplemente temor. Las oportunidades se buscan y es por ello que obtienen mejores resultados los que se atreven.

Al ser los humanos animales de posibilidades, que se extienden al infinito, la angustia que surge de la incertidumbre pesa en sus decisiones. Ganar o perder es el dilema al que nos enfrentamos continuamente y ¿a quién le gusta perder? En ese escenario de contingencias, en la que se sitúa la existencia, el riesgo y la vulnerabilidad deben ser contemplados esquivando con ello el fracaso.

Días lluviosos que al calor del fuego fraguan imágenes de recuerdos, que diseminan en mí el fulgor que fortalece mi existencia. En ellos veo reflejada la generosidad, el amor, la abnegación y sabiduría, aspectos que percibo en detalles, contrastes de sensaciones que no olvido, que persiguiéndome, volviendo de mis recuerdos, toman por instantes el control de lo que soy y afirman por qué estoy vivo.

A lo lejos, se escuchan los acordes musicales que fluyen de un viejo radio, color café, de botones marfil, de una marca alemana. Sonidos de guitarras que muestran la habilidad de sus intérpretes, en cada nota de los cadenciosos acordes. Antiguos boleros de tríos que, con armónicos y románticos sonidos, narran en voces melodías de amor y desengaño.

Sonidos que invaden los espacios de la casa de esa que hoy recuerdo que amenizaban las tardes de mi niñez. La música expresa sentimientos, emociones, energía, vitalidades propias de la especie humana. Esta se acopla, intencional o sin intención, a los gustos de las personas. Pudiendo ser simple, compleja, refinada, vulgar, superflua, profunda, terrena o celestial. Su intención puede tener fines comerciales o ser exclusiva, selectiva y cerebral.

No obstante, puede también ser estridente o cadenciosa, surrealista, compleja o primitiva. Los acordes musicales transmiten experiencias y vivencias o simplemente son expresiones lúdicas, rítmicas, sonoras. A través de la música se puede viajar o regresar al pasado, reviviendo sensaciones, devolviendo momentos.

La música es quizás, una de las más grandes manifestaciones humanas, no exige nada, ni impone, solo da gozo a aquellos que se abren a sus acordes. Para algunos, a través de los sonidos, la imaginación se expande, el torrente sanguíneo se acelera, el cuerpo vibra, se sublima.

Notas musicales que afinaron mi gusto por la música, vivencias, apetencias y querencias. Matemática de la música construida a través de fórmulas escritas en pentagramas que, con infinitos acordes, variadas asonancias y ritmos crean sonidos para el gozo universal. Al ser reflejo de la naturaleza humana, la música describe en sonidos aspectos de ésta siguiendo el orden o el caos que le determinan las cosas, ya que toda la naturaleza consiste en armonía que brota de números.

Si uno tiene un claro objetivo, si en ello está en juego la vida, la construcción de lo que somos, que lo hayamos visualizado en un sueño, deseo, inquietud o realidad, aprendí que hay que recorrer mundos, levantar piedras, escalar montañas, descender abismos hasta alcanzarlo. Proponerse algo hasta lograrlo, por intuición, sin saber más detalle que aquellas conexiones vitales, propias del aniquilamiento momentáneo de la razón, eso aprendí con mi madre.

Desaprender, regresar para corregir errores, dar un paso atrás para volver con más fuerza, con paso firme, como Lenin lo señalaba, es lo que hoy he comprendido.

Jairo Alarcón Rodas (Guatemala, 1962). Docente e investigador de la Universidad de San Carlos de Guatemala, ha realizado publicaciones en distintas revistas y periódicos del país. Ha publicado “El conocimiento, una segunda mirada al mundo que creemos conocer”, y próximamente el libro “Hacia la superación de nuestras diferencias”.

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