Por Paolo Guinea

Hablo con mi papá todos los días, largo, muchas de las veces misceláneo, ecléctico. Tengo ese gran privilegio y lo disfruto con un gozo sostenido. Hablábamos ayer sobre la crisis del sistema social en el que estaba parado (o bajo un sótano, -no lo sé-) el mundo. Que él percibía que estábamos apenas viendo el inicio de un pulso neoliberal que iba al punto de morderse la cola -cual perro comiéndose a sí mismo- y que era inevitable que esto tronara tarde o temprano -quien no quiera pensar que este marco enajenado y depredador en el vivimos ya no tiene futuro; también, probablemente, se esté devorando a sí mismo desde su ceguera-.

Mi viejo es un derroche de sabiduría, es un hombre con un tren de lectura imparable y también un hombre que no para de pensar. Ya dije que disfruto mucho de su compañía, ¿verdad? Así las cosas, pasamos de la vitrina mundial a la nacional. Estacionamos en el tema de los colegios privados. -La ciudad se ha convertido en un estacionamiento gigante y eso da para mantener largas pláticas sobre algo; sobre ese permanente algo que acongoja, sobre ese monstruo llamado posmodernidad-.

Hablamos pues de que la educación antes en Guatemala daba una posibilidad y una esperanza social distintas a las de ahora. Él lo explicaba así: mira pues, los chavos en ese tiempo (antes de que los colegios privados se volviesen una plaga; cuando la educación pública era la norma) podíamos socializar de una manera más ecuánime y democrática. Había desde el hijo de un lustrador, hasta el de un empresario mediano. La capacidad de articular redes sociales sólidas basadas en la «diferencia» como un hecho cohesionador era motivo de otro tipo de matices y luces en cuanto a la convivencia y el respeto, en cómo se pensaba al otro. Poco a poco esta ganancia vivencial que tenían los estudiantes y esta oportunidad de la construcción de imaginarios sociales más balanceados a partir del intercambio, fue desapareciendo. Al poder económico (a unas cuantas familias) no les interesaba esa zona nutrida para las ideas. Y así comenzó la ofensiva de dividir más (porque el ser humano tiene ya mucho tiempo de haber sido dividido) los estratos sociales; de hacer más contundentes las diferencias -poner un barranco con las púas del vacío de por medio-. Aislar, podar, desarmar la maquinaria -que apenas estaba semiarticulada- y domesticar a la patojada con dos principios básicos: no eres de esos -del pobrerío -, y dos: no pienses mucho.

No hay que ser un genio para corroborar esto. Los estudiantes están cada vez más solos. Entre más grande y pípiris nice sea el colegio; creo yo, más profundo su vacío y su soliloquio. La intención profunda de esto es crear autómatas, seres sombríos y fríos; lúgubres, grises. La premisa es conseguir en el menor tiempo posible apagar la llama de cualquier curiosidad intelectual y transformarla en obediencia y apatía. No convienen para el capital muchachas y muchachos libres y creativos. Tú estás y naciste descompuesto y nosotros te vamos a componer es la posición desde la que son tratados nuestros hijos en la jaula (bueno, los que tenemos hijos e hijas, pero también sobrinas y sobrinos, etcétera).

Un mar de motos nos hacía interrumpir por intervalos la nutrida lluvia de ideas con el viejo (bueno, su aguacero es mucho más tupido que el mío). Llegué después en silencio a la triste conclusión de que, de momento, no hay atisbo para que la cosa cambie. Estamos plagados de estudios y de millones de libros que plantean el qué, pero no el cómo, reformular los procesos educativos.

Hay en el ambiente una especie de postulado para desarmar toda posibilidad de unicidad entre los estudiantes. Hay, no lo sé explicar bien, una sensación de mi parte, de que lo que miro, son ríos de patojas y patojos encasquetados en buses amarillos, yendo al matadero de las ideas todos los días, pasando el tráfico -nuestra locura-, entre mares de ruido y humo. Y que de igual forma vamos nosotros cada uno a sus trabajos -zombis- a nuestro flamante encuentro con eso que yo podría resumir en un concepto: nuestro agudo y doloroso autismo social.

La capacidad de articular redes sociales sólidas basadas en la «diferencia» como un hecho cohesionador era motivo de otro tipo de matices y luces en cuanto a la convivencia y el respeto, en cómo se pensaba al otro.

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