Por Juan Fernando Girón Solares

La severidad y el frío de la madrugada no fueron ningún obstáculo para que Alejandro, un muchacho de apenas catorce años de edad, se levantara muy temprano aquel Viernes Santo y en compañía de su familia, solicitaran un servicio de taxi desde la zona 11 de la ciudad de Guatemala, para trasladarlo hacia el Centro Histórico, específicamente hasta la décima avenida «A», en las proximidades de la sede de los Eventos Católicos, sitio desde el cual escucharon que la procesión del Señor de la Merced se aproximaba a la esquina donde el entusiasta joven lo llevaría en hombros por primera vez.

A pesar de que el cansancio hacía presa del grupo familiar, toda vez que su madre, una fiel devota cargadora de la Santísima Virgen de Dolores de Candelaria, había cumplido con su turno de Jueves Santo, ya entrada la noche y allá por la catorce avenida, este no fue ningún motivo para que el núcleo se perdiera el primer turno de Alejandro, el cual el pequeño cucurucho recordaría durante muchos años más con alegría y emoción.

Pues bien, presurosos lograron llegar a la esquina de la once avenida y tercera calle justo a tiempo, ya que los inspectores de cambio de turno ya estaban buscando a un sustituto por si el 31 no se presentaba, pero gracias a Dios no hubo necesidad y contemplando dos grandiosas escenas de la naturaleza, una hermosa luna llena del Nissan que a poco empezaba a brindar sus últimos destellos en el poniente y en el oriente un marco extraordinario de estrellas que en la oscuridad de la noche no querían perderse el paso procesional del Patrón Jurado.

Alejandro se apostó en su lugar correspondiente. Las andas pasaron frente a sus ojos, se detuvieron y pudo contemplar el rostro emocionado y esforzado, del «viejito» que iba cargando en el brazo que desde la entrega de las cartulinas se le había asignado – el 31-. Nuevamente sonó el timbre y el penitente de la tercera edad al retirarse del brazo para permitir la entrada del muchacho, le dijo ceremonioso: ¡Feliz turno patojo!

Ya nuestro cargador de esta cuadra, Alejandro, había escuchado los comentarios de sus amigos y primos que habían participado por primera vez en una procesión llevando las andas del Señor; si bien su mamá era muy devota y efectivamente cargadora, él prefería disfrutar de las procesiones llegando solamente a su paso para admirarlas y contemplarlas; y como el año anterior, sufrió un accidente deportivo que le obligó a estar alejado de sus estudios y sus actividades durante más de seis meses, le ofreció al Señor de la Merced, a la imagen que en una ocasión le robó la admiración y ahora su devoción, que si le curaba la dolencia y le permitía volver a practicar béisbol -el deporte de sus amores- él lo llevaría en hombros como cucurucho el siguiente Viernes Santo. Y así fue, porque en el mes de febrero de este año, el muchacho cumplió su promesa con el Señor, y luego de hacer muy temprano su fila entre los cargadores «nuevos» el primer domingo de Cuaresma, llegó el gran día y el tradicional sonido ronco del timbre lo volvió al presente. La almohadilla del brazo «31» cayó sobre su hombro derecho y empezó el turno.

El adorno lucía impresionante; el joven cargador recordó la razón por la cual durante muchas cuaresmas, contempló como los cucuruchos se «encorvaban» por el peso. Así, el peso de las andas fue sensible, pero con más ahínco, Alejandro pensó para sus adentros platicando con Jesús: Jesucito, tú me ayudaste durante mi enfermedad, ahora me toca a mí ayudarte llevando con ganas tu procesión… Gracias mi Jesús». Cuando se sintió ya sólido para no «zafar» el hombro, recordó las instrucciones que tanto su mamá como su abuelo y sus tíos le proporcionaron para no sufrir un percance durante el turno: Nunca coloqués los dedos en la base de la U de la horquilla cuando las andas se detengan, llevá el paso de todos los demás cargadores y ¡Mucho cuidado con la punta de la horquilla para que no te vaya a caer sobre el pie!

Así prosiguió el turno; el redoblante que marca el paso mercedario se detuvo, pues la banda de música interpretó una marcha que en sus primeros compases le pareció al cargador del brazo 31, sumamente «marcial», con un toque muy especial; efectivamente, se trataba de la marcha Dios es amor del Maestro Víctor Manuel Lara, conforme al programa que había leído muchas veces en su casa, ya que según sabía los cucuruchos siempre recuerdan que una buena cuadra, va acompañada del compás de una buena marcha, lo cual origina un excelente turno.

Las casas estaban muy iluminadas en el sector de la once avenida, cuyos habitantes bien abrigados y muy satisfechos rezaban piadosamente dándole gracias al Señor por un año más de vida y por estar pasando sobre coloridas alfombras producto de muchas horas de trabajo. Alejandro sintió por primera vez, cómo bajo el peso de las andas, sus pies caminaron y se hundieron sobre una alfombra procesional, y como de manera inconsciente también, sus extremidades inferiores se postraron sobre algunas frutas y verduras que manos piadosas colocaron sobre el teñido aserrín. Así prosiguió la marcha con dificultad nuestro catorceañero amigo, aprovechó para dar un vistazo a la banqueta, en la cual divisó el orgulloso rostro de su madre, el que reflejaba con una sonrisa de amor la satisfacción por contemplar aquella escena. ¡El mayor de sus hijos llevando en hombros a Jesús de la Merced!

Así, pesadamente continuó con mucha devoción la marcha de los ochenta y seis cargadores, dentro de los cuales iba ocupando el brazo número 31 nuestro amigo Alejandro. Finaliza la marcha Dios es amor, se detiene el paso de redoble y de nuevo suena el timbre, y con un Infinitas gracias Jesús de la Merced que el muchacho susurra con la mejilla pegada al hombro de su almohadilla, finaliza su turno. Se coloca prudentemente y en seguimiento de las recomendaciones, la horquilla besa la almohadilla y un nuevo cargador llega para cumplir con la devoción de su turno. El sol tímidamente empieza a salir en el horizonte.

Continuará…

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