Por Andrea Morales

Todas las semanas aquí son semanas convulsas. Mientras a nuestro cuerpo y a nuestros hábitos los moldea el loop infinito de la jornada laboral, se siguen entrecruzando hilos, continúa tejiéndose el entramado imperfecto de una finca donde todas las cosas, antes de recibir un nombre, ya tienen un dueño.

Haría falta un mapa que se extendiera en todas dimensiones (incluido el tiempo) para acercarse siquiera a entender las fronteras con las que se ha justificado la larguísima historia del proyecto colonial. Para entender lo irrenunciable de nuestras luchas y de nuestros afectos, a veces, sólo hace falta vivir días como estos.

Hay que ponerlo claro: aunque quisiéramos pensar que la cúpula del poder empresarial y político de este país es un grupo de déspotas que camina a oscuras sin tener muy claro en qué siglo se encuentran, no debiéramos subestimar su estrategia. Después de todo, ellos no subestiman cada oportunidad que reconocen para reconquistar, para marcar de nuevo nuestros cuerpos y decir: esto es mío.

Llegan columnas de campesinos. Irrumpen en las calles mientras son anunciados en los rótulos de los semáforos como inconvenientes a lo largo del camino. En la radio se pide que cunda el pánico, y cala, hasta en los huesos. Se cierran las ventanas para evitar ver de dónde vienen esas costumbres “que no conocemos”. En algún pueblo una anciana es despojada del poder de su palabra. Es que todos somos iguales.

Llega un barco a las aguas del puerto. Un grupo de altos mandos del Ejército promete perseguir a quien se acerque. Los ritmos de la vida y de la muerte sólo son ejercidos entre su historia de violencia; en algún lugar de esta tierra firme y soberana, una niña de 11 años no quiere contar los dos meses que le faltan para convertirse en mamá. Es que todos somos iguales.

Transcurre otro 25 de febrero. Los nombres de los desaparecidos van pasándose de mano en mano mientras quienes les buscan desde siempre confían en la resistencia de sus huesos ante la intemperie. A más de 45 mil vidas se las ha tragado sin rastro la amnesia colectiva. Porque es que todos somos iguales.

Así como se acrecientan las contradicciones y se ocupa el territorio para sembrarlo de palma, para fracturarlo en busca de oro, para desviar sus ríos y talar sus bosques, también nuestros cuerpos, la continuidad de nuestras comunidades, sus saberes y la resistencia de nuestra memoria se encuentra bajo asedio. Una campaña de recolonización que poco tiene que ver con una defensa ideológica de la democracia liberal y más tiene que ver con el trazado de la propiedad.

Y es que hay una continuidad entre las demandas de cada uno de los sectores populares. Y la hay porque hay también hilos que conectan el racismo, la misoginia y el anticomunismo con el proyecto histórico del capital. Habiéndose firmado la paz, habiéndose negado a medias la historia de una guerra “inútil”, se inaugura una era en la que nuestras voces de protesta y las posibilidades de una alianza histórica de solidaridad se contaban entre los artefactos raros e inútiles que componen el botín de guerra de la historia oficial.

Abortos. Pluralismo jurídico. Memoria histórica y genocidio. Todas las semanas aquí son semanas convulsas. Convulsas, pero no indefinibles. Acabamos de ser testigos de la pugna por mantener el control dentro de la finca, cada una de ellas, una lucha contra el derecho de soberanía, una lucha por la jurisdicción. En las casas, entre las piernas y en la memoria. Acabamos de ser testigos también, de las infinitas fuerzas y la infinita lucha de las resistencias.

Abortos. Pluralismo jurídico. Memoria histórica y genocidio. Todas las semanas aquí son semanas convulsas. Convulsas, pero no indefinibles.


Andrea Morales. Nacida en México en 1993 y criada en Guatemala en medio del exilio de los que regresan. Guionista, poeta y estudiante de Antropología.

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