Por Pablo Rangel

A finales del año pasado fui contratado por la municipalidad de Joyabaj, Quiché, para realizar unos trabajos de remodelación. Salimos, con tres albañiles, en un picop cargado con material para empezar a construir una pequeña habitación en el salón comunal. Al llegar nos recibió el síndico de la municipalidad acompañado por el párroco. A media mañana íbamos caminando al mercado para conseguir algo de comer cuando me abordó el padre.

_B-¿Usted es el dueño del picop, verdad?

-Sí, ¿en qué le puedo servir?

-Fíjese que necesitamos hacer un viaje a la aldea en donde vive la familia de este señor. A su lado había un hombre vestido humildemente, tenía puestos unos pantalones desgastados, sombrero, botas de hule y, en el hombro, llevaba un azadón.

-Claro, vamos al mediodía. Dije casi como en un acto reflejo.

En otras condiciones quizá no habría accedido a echarles la mano, pero siempre he sido un hombre de fe, así que no pude negarme.

Al mediodía nos subimos al vehículo; yo iba manejando, a mi lado y envuelto en su sotana iba el padre y del lado de la puerta, el señor. El hombre no soltó ni una sola palabra en el camino, solo el sacerdote conversaba acerca de la vida en el pueblo y otras cosas intrascendentes, para pasar el tiempo. Viajamos unos 25 kilómetros hasta llegar a una pequeña comunidad cuyas calles de terracería eran bastante angostas, las pendientes pronunciadas y llenas de lodo.

Finalmente me pidieron que me detuviera en un lugar donde no había nada más que matorrales y el camino se volvía para una sola persona; al lado, los palos de pito con alambre de púas para cerco. El párroco me indicó que los esperara, que ya regresaban, el hombre maldijo algo que no alcancé a escuchar plenamente y se adelantó velozmente, ni bien se había bajado ya estaba en la entrada del camino. En menos de 5 segundos escuché ladrar a los perros, la casa seguramente estaba cerca. Mientras tanto me quedé sentado en el capó del picop, esperando que volvieran. Un niño pequeño, en pañales, descalzo, salió a ver quién era yo. Lo vi de reojo y seguí con los ojos clavados en la pantalla de mi celular. Estaba enviando un mensaje a los albañiles, cuando empecé a escuchar un sonido profundo, grave, como el crujir de la tierra cuando está temblando. El picop empezó a moverse de lado a lado, en esta área tiembla bastante y más cuando es cambio de clima. Puse ambas manos en el capó y levanté la cabeza, estaba atento por si se ponía peor aunque no tenía a dónde ir. El niño corrió de regreso al camino de dónde había salido.

El temblor iba perdiendo intensidad pero ya había durado más de 10 segundos, me bajé del carro y moviéndome en zig zag me acerqué al camino a ver qué sucedía con el padre. Pero no se le veía, empecé a ver más bien que salían más niños parecidos al que había visto unos instantes antes, lo extraño era que todos estaban volteados no podía verle la cara a ninguno, caminaban para atrás. Pensé en los perros, pero ninguno ladraba, el ambiente empezó a enrarecerse, sentía la boca reseca, la mandíbula caída y los pies pesados.

El sol de mediodía era fuerte y, con el viento, la hierba y unas milpas que estaban al lado del camino se movían. Estaba petrificado, pero pude acercarme unos pasos más; de pronto vi que el camino terminaba sin llegar a ninguna casa, solamente había un pequeño montículo. ¡Estaba atónito y todavía podía ver a los niños en el camino!, pude observar que debajo de la tierra algo se movía rápidamente, levantándola como una ola; pensé que la tierra se iba abrir.

Comencé a correr hacia el picop, pero el camino se había vuelto larguísimo, finalmente llegué a un campo amplio que anteriormente no estaba ahí, o quizá fui por otro camino, pero era imposible ya que no me había alejado ni 15 metros del vehículo. Realmente estaba en otro lugar, de pronto vi al sacerdote que también corría desesperado, salí a encontrarlo y cuando me vio gritó: ¡Vámonos! ¡Esto no está bien!

Estábamos en la mitad de este extraño campo cuando algo se movió rápidamente a mi lado, no pude identificar qué era. Volví a ver al padre para hablarle y ya no estaba frente a mí. Escuché un forcejeo y vi una escena que me enloqueció. El cura había sido tomado del cuello por el hombre que nos llevó al lugar, ahora ya no tenía puesto el sombrero, tenía unas protuberancias redondas en la cabeza, como si le hubieran crecido tubérculos y no tenía ojos, ni cejas, era una cara plana.

La tensión fue tanta que sentí desmayarme. Caí al piso, vi cómo los niños se me acercaban y de pronto se hundían en la tierra. Sentí el aliento y la voz de uno de los pequeños acercarse a mí y de pronto… quedó todo en blanco. Después de unas horas regresé del desmayo, pude pararme y vi que el padre estaba tendido a unos metros, tenía ambas manos amputadas y no tenía un ojo, solo la cuenca vacía (a través de un hoyo, se le veía hasta atrás algo rojo); sin embargo, no había sangre ni señales de violencia que explicaran las mutilaciones, parecía que había perdido las manos hacía mucho tiempo. Todavía tenía pulso, lo cargué y llevé al picop que ahora estaba detrás de nosotros.

Encendí el motor del carro al instante, las llaves seguían puestas, por suerte no tiene radio sino se hubiera descargado la batería.  Traté de regresar por el mismo camino por el que había llegado. De pronto vi una carretera que decía a Santa Cruz y enfilé hacia ella. Mi celular estaba completamente descargado.  Llegué a un lugar donde había un parque, me bajé y dejé el picop abandonado, sólo el padre quedó atrás, todavía inconsciente. Pedí a unas personas que lo atendieran y me subí a un bus que pasaba por el lugar.  Finalmente llegué a Santa Cruz, en una tienda pedí un octavo de Venado, me lo tomé de un rempujón y al siguiente día amanecí en un hotel.

No recordaba nada de esto, hasta hoy que hice una regresión hipnótica con un psiquiatra. Si usted ha sufrido una experiencia similar por favor comuníquese conmigo.

Caí al piso, vi cómo los niños se me acercaban y de pronto se hundían en la tierra.

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