Por Julia Silvestre
En estas épocas una aprovecha para poner en claro la existencia a modo de cumplir con las metas del año, un intento ingenuo para atrapar las utopías. Aun así es motivo suficiente para ordenar la casa, agendar las tareas, crear y diseñar propuestas, volver a ponerse en contacto con las personas, volver de nuevo a la cotidianeidad. En esas labores andaba cuando me percaté de que no estaba recibiendo correos electrónicos.
No es que tenga una vida social intensa, al contrario, en estos dorados tiempos del desempleo solo los bancos, YouTube y alguna que otra suscripción de portales académicos abonaban mi escuálida bandeja de entrada del correo electrónico. La cuestión es que ni ellos se dignaban en aparecer, nada, desde el 29 de diciembre.
Me tomé un poco más en serio la situación cuando los correos que enviaba nunca llegaban a su remitente. Hecho que confirmé cuando mi buen amigo Salazar me pidió que le enviara una foto de mi reciente visita al lago de Atitlán para el Suplemento y esta nunca salió de mi bandeja. Traté de enviarlo desde otro dispositivo que no fuera mi celular y nada. Omaigá, me hackearon la cuenta pensé inmediatamente. En mi mente siguieron una ráfaga de eventos desafortunados que podrían pasar si algún chico del otro lado del mundo tenía acceso a buena parte de mi vida privada: correos, fotos, archivos, etcétera.
Respiré profundo y traté de no agobiarme, alguna solución existe, así que escribí a la sección de preguntas y respuestas de Google y el diagnóstico que me dieron fue el siguiente: los 15 gigabytes de memoria que tenía ya los había topado. ¿La solución? borrar el contenido de mi Gmail, las fotos y el Drive. Tocaba la minuciosa y tediosa labor de revisar archivo por archivo, borrar y limpiar para que pudiera continuar con la vida.
Estaba preparada para la extenuante jornada de seleccionar y borrar más no para la avalancha de recuerdos que inconscientemente acumulé durante 10 años. Por un momento pensé en cerrarla y abrir otra cuenta, pero por ser la de trabajo y en temporada de desempleo donde envío currículum con la esperanza de que lo pelen a una no era una opción prudente.
Cerrar ciclos requiere tiempo, valor y voluntad así que poder ver el último año de mi vida en las comunicaciones y fotografías fue una prueba llena de melancolía que me hacía retener el aliento por momentos.
Así sucedió cuando vi las fotos de mi bicicleta quebrada por el accidente que sufrí un año atrás, la infinidad de boletas del seguro médico, los correos de despido de mi viejo trabajo, los audios de amor y cuidado de mi antigua pareja; las carreras por conseguir una silla de ruedas, las capturas de mensajes de una señora que nos echaba de la casa por no pagar la renta, las fotografías de mis heridas, las radiografías de la pelvis fracturada y mis piernas inservibles. Fue volver a sentir la inseguridad y vulnerabilidad de esa época de la que apenas me siento recuperada.
Se siente poco a poco la presión en el pecho, pero ya esos archivos fueron clasificados: algunos eliminados, otros en una carpeta o disco. Esos recuerdos me devolvieron a un torbellino de dolor, decepción, frustración, lágrimas y tristeza que pensé infinita.
Le pregunto a un amigo ¿Qué hago con esa sensación? – recordá que la vida sigue y agradecé los momentos vividos- me dice comprensivo, ¿cómo? insisto, – apechugate, hacete de tripas el corazón, me recomienda.
Exploro un poco más atrás. ¡Uy el amor! Respiro. Un hogar con mucha luz y aire. Videos de sonrisas, los almuerzos sabatinos, las largas siestas y las caminatas con yuquitas y plataninas. Amistad, complicidad y esperanzas, muchas. Me lo demostraron 2 gigas y medio que borré o guardé en otra parte. Antes de ese acto ejecutorio, me doy chance de dejarme llevar por el perfume de esos días, de la vida que construí con la pareja, el amigo, el confidente, no dejo de sonreír al pensar en la ingenuidad de creer que todo es posible cuando tenés al alero perfecto, jé. Alegre la vida. Recuerdo un par de poemas, los leo en mi mente y sigo.
Veo los viajes consumados. Hoy le contaba a mi madre que no se preocupara por mí, que estoy acostumbrada desde hace mucho a viajar sola y a todas partes: Tapachula, San Cristóbal de las Casas, Tegucigalpa, El Progreso, San Miguel, San Salvador, Masujá Shujá, y casi media Guate. Veo la invitación a una fiesta de cumpleaños en una playa de Tapachula, recuerdo que bailé, comí y reí con personas que apenas conocía pero que todas me hicieron sentir en familia. Esa misma noche regresé a Guate y me retuvieron en la frontera por algunos minutos los agentes migratorios mexicanos, estaba parada sobre el puente del Río Suchiate apenas recobrada de las cervezas que tomé de más y con la ropa mojada por jugar en el mar, ahí sentí la soledad y que esta vida es una aventura que se nos viene de a pocos.
Recuerdo todos los abrazos que he recibido y dado de tantos activistas, madres y familiares de migrantes desaparecidos, de las lágrimas y risas que compartí en los talleres de sanación cuando veo los videos que tomé. También recordé cuando esperé bajo el sol las pullman que vienen de Chiapas a Honduras llenos de migrantes que dejan abandonados a su suerte en la frontera de Corinto y ver como muchos de ellos (a veces familias enteras) dan la vuelta a Guatemala nomás se lavan y comen alguito. Volví a sentir cuando la esperanza por una vida mejor es más grande que toda la adversidad que 3 o 4 países te pueden dar.
Guardo con mucho cariño algunas fotografías, archivo algunos reportes que hice y envío un par de fotografías a viejas amistades. Nunca está demás decirles que se les recuerda y tiene presente.
Arrieros somos y por el camino andamos.
Cuco Sánchez
Las historias vividas me hicieron caer en cuenta de las personas y organizaciones que dejaron huella en mí con su ejemplo de vida. Compartir luchas con las mujeres, los y las migrantes y sus familias, pueblos indígenas, defensores y defensoras de derechos humanos me quitan poco a poco el miedo a alzar la voz, de poner los pies firmes y erguir la espalda para defender lo que creo, no porque me lo dijeron sino porque lo he sentido, lo estudio y lo vivo.
Hay que tomarse con sumo cuidado las posturas que se asumen frente a la vida porque son una responsabilidad con una misma pero más que todo, frente a las personas con las que te comprometés. No lo digo porque lo hice bien, sino porque lo aprendí a punta de cuentazos.
El devenir en esta deconstrucción de prácticas políticas, alimenticias, amatorias y económicas ha significado dejar atrás cuestiones que pensé eran parte intrínseca de mí, de valores y vaya si no, de éticas. Todo esto para encontrarme, más humana, más libre. Destruir para limpiar y dejar el terreno listo para sembrar.
A esta altura del partido sigo sorprendiéndome, pues a pesar de la melancolía, tengo sonrisas dibujadas en el rostro. Y las carcajadas superaron la cuota de lágrimas. La limpia no ha terminado, pero hasta ahora me ha dicho que lo vivido ha sido con el corazón abierto en la búsqueda constante de la libertad, de construir una habitación propia que es nómada, va conmigo y que está abonada de mucho amor y ternura que no es sino para compartir, para construir, por un mundo justo, más humano no como nos dicen que debe de ser, sino uno que se construye honestamente y en armonía.
Una vez le dije a una amiga que me sentía una mujer libre, no había dimensionado hasta cuanto, fueron los recuerdos quienes me dieron esa palmadita en la espalda. ¿Qué hay que temer?
Veo la hora y ya es tarde. Veo que borré o archivé aproximadamente 4 gigas de recuerdos, 4 años de experiencias e historias compartidas. Reviso a medias lo que sigue y veo a una muchacha que quería comerse el mundo y sentó su reino en el centro de una ciudad caótica, de calles y avenidas naranjas que recorría por las noches a paso seguro y sin miedo. Suena prometedora la siguiente jornada de limpia.
A esta altura del partido sigo sorprendiéndome, pues a pesar de la melancolía, tengo sonrisas dibujadas en el rostro. Y las carcajadas superaron la cuota de lágrimas.
Julia Silvestre (Guatemala, 1989) Socióloga y feminista con raíces santarrosenses y quichelenses pero citadina al final de cuentas. Sobreviviente del salvajismo de los taxistas. Con su bicicleta se siente la dueña de las calles.