Por Pablo Sigüenza Ramírez

Los peces de la pecera que nunca tuve murieron de frío esta madrugada. Mi error fue pensarlos tropicales, coloridos, tibios. Hubiera sido bueno imaginarlos australes, de esos que no llevan más que un color gris en sus escamas lisas, casi sin vida. Pero así somos los seres cálidos: buscamos la bulla, el color, el movimiento. Por eso te busqué a vos, mujer de labios grandes y cabello de hojas redondas. Los peces imaginados amanecieron con la panza hacia arriba, no se movieron más. No tuve otro remedio más que representarme tirándolos por el desagüe, sin marchas fúnebres ni epitafios. Decidí también imaginar que quebraba la pecera en cientos de miles de astillas cortantes, lanzada desde el balcón de mi apartamento, en el quinto nivel. Sin daños a terceros. A las nueve de la mañana el callejón al lado del viejo edificio café aún se encuentra desierto.

Ya que estaba en esas de imaginar, te imaginé llegando a casa. Oí tus dedos chocar contra la puerta de madera luego de subir las escaleras, te abracé, te besé y salimos a caminar por el centro tomados de la mano. Animado por lo fértil de mis pensamientos de esa mañana, te dije que te quería. Le di forma a nuestra risa compartida, reímos mucho esa mañana. Yo llevaba meses sin atisbar una sonrisa frente al espejo. Abrazado a la penumbra de una habitación sin ventanas te esperaba. Hasta esta mañana la oscuridad era un pasatiempo, un escenario sin viento y sin vida, una pausa en el tiempo. Desde hoy no hay límite entre oscuridad y luz. Vos las juntás y hacés una ensalada de colores con ellas.

Regresamos al edificio, decidimos no fatigarnos con las escaleras y subimos por el viejo ascensor. Nos besamos el tiempo que tardó el aparato eléctrico en subirnos al quinto nivel, es decir, una vida. Me entregaste en ese beso tus existencias sin mí. Yo te conté, con los labios pegados a los tuyos, mis miedos de infancia y la infancia de mis miedos actuales. El ascensor se detuvo, yo abrí la puerta de casa y vos ya no estabas conmigo. Cogí el trastecito de plástico donde guardo la comida de los peces. Tomé un puñado de aquel alimento, lo revolví en un vaso con agua y bebí hasta la última gota. Sin peces y sin vos, a pesar del frío, me sentí feliz.

Oí tus dedos chocar contra la puerta de madera luego de subir las escaleras, te abracé, te besé y salimos a caminar por el centro tomados de la mano.

Artículo anteriorCosmos
Artículo siguiente“Avestruras”, una novela con aroma de pachuli