Por Lester Oliveros

Nunca había pasado un fin de año a setecientos metros del mar. Ahora hace un calor de unos 34 grados centígrados. A lo lejos se oyen algunos cohetillos, bengalas dispersas entre los manglares lejanos. Uno que otro mortero que explota en la noche.

A las 4 a.m. preparaban los ingredientes para los tamales de cerdo y algunos gallos cantaron por última vez antes de estar bien quietecitos entre el recado y la masa.

La cena es importante, convivir en familia. Muchos hogares brindan por estar reunidos, algunos han llegado desde Estados Unidos para estar con sus padres y hermanos. Hay fiesta en medio de la brisa del mar y el calor de los abrazos que se suman al ambiente reverberante.

También los marginados tienen su Navidad. Una señora baila sola a media calle y brinda con una cerveza en una mano y un jugo de vegetales en la otra, parece que trata de ingeniarse como sobrevivir a las horas que faltan. Yo lo veo todo con gracia. El pueblo está vacío, no hay tanta gente como en las ferias, ni tanto alboroto como para Semana Santa.

Lo importante acá es no ponerse triste, porque la playa está oscura y solo las estrellas parecen desnudar su luz ahora sin nubes.

Nuestros deseos humanos son nobles al desear el perdón, dar las gracias invencibles, crear ternura por unas horas en lo que pasa el día. Nada podría salir mal con un poco de ilusiones desperdiciadas en pólvora y comida.

Llegan las doce de la noche y si se puede ver el final de esa película de Hollywood donde toda una calle está cubierta de nieve y todos salen con sweater y bufanda, todo visto desde acá en el centro del calor, donde las personas bailan sudando y algunos ya se han quitado la camisa para brindar, también con los amigos eternos, los hermanos del alma.

Alguien se voltea y me dice «vos acá hasta las cervezas sudan, no parece Navidad pero la noche está buena».

Solo dos se abrazan como siluetas, quien sabe si para bien o para mal.
II
Antes de llegar al mar tuve que atreverme a pasar a pie el río María Linda. Pero no lo pasé completo. Ana tuvo que llevarme de la mano entre el cieno que se asentaba desde hace días en la orilla y, luego sentir la arena movediza, leve, hasta confiar por fin que aquello no cedía. El río es turbio, pero en esa oscuridad ocre existe la vida en cantidades. Ya una vez intenté pasarlo y lo logré, pero esta vez en mi sobriedad terrestre tuve el oscuro presentimiento que iba a colapsar mi frágil valor de aventurero. Me quedé a medio río, indeciso, evadiendo las palabras de Ana que me aventaba su mano para que la siguiera. Tantas veces que he sentido lo mismo, pensé. Estaba allí, a menos de doscientos metros de la orilla, con el agua arriba de la cintura amenazado por una hondonada donde habría que nadar sin tregua. Le confié a mi chica el terror, pero ella se rió de mí. Toda esa seriedad de hombre destruida por el agua y la inocente incertidumbre. Yo también me sentí ridículo y mortal. Al fin, para no hacer muy largo el cuento, vino una lancha de madera por mí. En la otra orilla unos se bañaban felices intentando no comentar nada del muchacho aquel en medio del río.

III

Las olas inmortales que unen los dos mundos. Esas mismas que rechazan la espuma. Se levantaban como animales y en su reír de siglos creando cristales internos y reflejos me desarman de todo temor. Ya una vez, también bajo el temor, Ana me había librado de su corazón de metal marino. Recogí mi poco coraje y sentí su aliento de pez entre millones de burbujas. Canta a lo lejos, pensé.

IV

Es un día de Navidad. La gente se amontona en las orillas y se llena de arena. Unos muchachos entierran a su perro en la arena negra y el perro obediente sirve de broma. Inconsciente o no, prefiere eso a que lo estén exhibiendo entre el agua salada.

V

Me tomo el agua de un coco, no sé por qué pensando en aquellos hombres que nos trajeron a Cristo. Cómo sucede eso de que a la par de un vasto océano de agua que no se puede beber crezcan estos árboles de frutos tan buenos que nutren. Acá crece de todo. En otras épocas hay fatigados arboles de mangos que despiden a cada rato su ración más dulce. Hay marañones y papayas, hay carne frutal y dulce pulpa, hay ordenados caos de hierba, sorpresivos olores infernales. Acá en el puerto todo parece nacer hace ratito, por eso pensé en Francis Drake y su tripulación tomando agua de coco, recuperando las visiones de la tierra, borrachos de un mar completamente embebido en sí mismo con su tragedia escrita en cada onda.

”El Hombre no es gran cosa junto a las grandes aves y las fieras.
Con todo, preferiría ser esa bestia que está allá abajo en las tinieblas del mar”.
Ernest Hemingway.

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