Por Gustavo Maldonado
El afán instintivo, natural del humano por conocer, esa ansiedad por sumergirse y descubrir cosas nuevas, se ha venido reprimiendo con el paso del tiempo y la exposición a los discursos fluorescentes de la pantalla y, en general, de esta sociedad luminosa.
El sistema de mercado y las nuevas tecnologías de dominación han llegado a mediatizar ese afán de búsqueda que a lo largo del tiempo ha servido de impulso para los grandes descubrimientos de la humanidad y nos ha llevado desde las profundidades de nuestro interior hasta las mayores alturas del mundo.
Lejos ya del espíritu de las grandes hazañas, de la épica de los grandes relatos que solía construir el humano en épocas no muy lejanas, nuestro impulso de búsqueda aterriza y es contenido las más de las veces por estas pantallas que contienen el universo. La Transmición generacional de saberes, por ejemplo, ha sido sustituida por los motores de búsqueda que tienden cada vez más al monopolio de la información.
Nuestros conocimientos entonces, no podrán ir más allá de los márgenes impuestos, que determinan todo a lo que “podemos y debemos” acceder. Con esa apariencia de realidad y encubriéndose bajo el disfraz de una aparente omnisciencia, acerca del pasado del presente y el futuro…así como de todo aquello que exista en medio, la red de información electrónica se precia de poseer toda la información necesaria acerca de y para la vida en este mundo.
Orientan ya no solo las maneras, el ámbito de los medios, si no la información en sí, como código letrado. Es decir que no solo determinan el nivel narrativo, pues abarcan asimismo el nivel de la anécdota, llenando de alguna extraña manera el espectro casi total de la necesidad de conocimiento natural de nuestra especie
Nos sentamos en una banca, nos encerramos durante horas en una habitación, frente a la incandescencia de una pantalla, nos aislamos por propia voluntad de toda esa información que nos brinda el mundo exterior- invadido igualmente de pantallas y fluyendo a una mayor velocidad. Rendidos ante su poder y magnificencia, no podemos menos que caer de rodillas y acariciar sus bellos teclados, en pos de aquella fórmula mágica, que hasta hace algún tiempo solamente era accesible a los dioses.
La cápsula incluye todos los nutrientes, de la A a la Z de lo que consideran necesario dosificarnos. Ya no hace falta buscar más, sentados frente a nuestros oráculos electrónicos podemos ya sentirnos como aquellos pequeños dioses que siempre hemos aspirado ser, con el universo girando a nuestro alrededor y los controles en nuestras manos. Pequeños chamanes, hemos ganado gratuitamente el derecho a acceder al conocimiento absoluto. Poner finalmente en orden las piezas de esa totalidad, esa verdad suprema, de la que solo captábamos fragmentos.
Sin embargo, sabemos muy en el fondo que esto es pura ilusión. El mundo/ el universo, siguen borbollando allá afuera, presentándose ante nuestros ojos tan fragmentarios, tan ajenos. Y ahora nos cuesta tanto volver a ellos para enfrentar la vida que, en un ataque de pánico probablemente correremos a encerrarnos en una habitación, frente a la pantalla. O simplemente, en un destello de audacia evasiva, logremos sacarnos del bolsillo la pantalla portátil y enviar algún mensaje, una señal, para volver al cálido cobijo de colores primarios, de certezas, de verdades absoluta que, gracias al gentil patrocino de los poderes reales, nos brinda la pantalla. En esta actualidad que nos carcome, la pantalla es un refugio para nuestra orfandad emocional.
Aforistas de bolsillo
Toda la evolución de la pantalla y del discurso tiende a un tipo de síntesis utilitaria, a una simplificación que banaliza y ha logrado en base a la repetición de códigos básicos,- colores primarios, sonidos primarios, sabores primarios- ir calando en nuestro inconsciente, estableciendo visiones sublimes de un mundo que no existe.
Ya en la dimensión material, en su forma, como código, el diseño de las cosas determinado por esa tendencia del mercado, produce impresiones constantes en nuestros sentidos, que van condicionando el pensamiento y las acciones, construyendo en nosotros una sensibilidad utilitaria. Y es bajo el lente de esa sensibilidad- programada para sintetizar, a la vez que banaliza- que sentimos y luego pensamos el mundo.
En “El hombre unidimensional” año 1964, Herbert Marcuse sentencia casi proféticamente: “Sin embargo, los laboratorios de defensa y las oficinas ejecutivas, los gobiernos y las máquinas, los jefes, los expertos en eficacia y los salones de belleza para políticos (que conciben el maquillaje adecuado para los líderes), hablan un idioma diferente…Ésta es la palabra que ordena y organiza, que induce a la gente a actuar, comprar y aceptar. Se transmite mediante un estilo que es una verdadera creación lingüística; con una sintaxis en la que la estructura de la frase es comprimida y condensada”.
La tendencia a la síntesis va penetrando desde nuestros sentidos hasta replicarse en nuestros actos reflejos y en las formas de pensar y pensarnos. Todo pareciera indicar que la vida debe ser vivida de prisa, sin pensar o profundizar mucho, sin tiempo para el ocio creativo que, no solo resulta peligroso para el sistema si no que supone una pérdida de tiempo, que equivale a pérdida de dinero, según la lógica del sistema de mercado.
Y Marcuse continúa: “…el razonamiento tecnológico, el cual tiende a «identificar las cosas y sus funciones»…esta forma de razonar configura la expresión de un behaviorismo social y político específico. Así, la palabra se hace cliché y como cliché gobierna al lenguaje hablado o escrito: la comunicación impide el desarrollo genuino del significado… En este caso, la funcionalización del idioma expresa una reducción del sentido que tiene una connotación política”.
Aunque es innegable que en nuestros tiempos se generan muchas más escrituras que en cualquier tiempo anterior, lo que dice la evidencia registrada en los espacios donde este tipo de escritura se genera, es que esa brevedad no obedece precisamente a una mayor capacidad de sintetizar las ideas y transmitirlas de manera sencilla. La mayoría de las cosas que se escriben en las redes sociales obedece a cierta forma de pensar reducida y delimitada a fórmulas de fácil consumo propias del sistema de mercado.
El actual es un tiempo de pensar menos, de pensarnos menos, de evadirnos más. Estamos demasiado distraídos con el ataque sensorial. El entorno está plagado de símbolos comerciales, nos tienen cercados. El sistema de mercado nos condiciona a ciertas síntesis de dimensión, propias de esa creciente tendencia a sintetizar sus productos. El tamaño de muchos de los productos tecnológicos que se consumen en la actualidad ha venido disminuyendo. Este hecho se manifiesta en muchas de las expresiones humanas, cualitativamente insuficientes, en su premura, para ir más allá de la superficie.
Nos ponen a tono con las exigencias mercadológicas que nos orillan a sintetizar nuestro pensamiento, emulando el propio comportamiento del mercado de producir cada día objetos más pequeños, lógica que va actuando en los impulsos primarios, convirtiéndonos en máquinas repetidoras, preparados estructuralmente desde la educación en el hogar y la escuela.
El producto acabado de esta síntesis: aforistas de bolsillo…pregoneros de sabidurías instantáneas, en diferentes sabores, convenientes para el consumo…La síntesis alcanzada por los lenguajes que utiliza el Sistema de Mercado en su manipulación mediática, es el producto de un proceso de sofisticación en la manipulación de la emocionalidad humana. Este proceso camina en la dirección de conectar con nuestros impulsos primarios, nuestros deseos, para crear reacciones que nos empujen a consumir sus productos, bellamente empaquetados…desorientados en medio del limbo que supone nuestra incapacidad de articular ideas de manera coherente, diezmando poco a poco cualquier posibilidad de perspectiva crítica.
Gustavo Maldonado (1974). Deambula por los campos de las ideas y las imágenes audiovisuales, utilizando como medios de expresión el texto escrito y el cine.
*Oráculos posmodernos y Aforistas de bolsillo son los Capítulos III y IV de «La Dimensión paralela de la pantalla», cuyos primeros dos capítulos fueron publicados en este mismo suplemento.