Por Juan B. Juárez
Apenas era 20 de diciembre y yo ya me había dado por vencido. Ya había hecho todo lo estaba en mis manos para agenciarme unos centavos, pero nada salió bien: las personas que me debían no pagaron, los anticipos que solicité no me fueron concedidos, las ventas que quise forzar no prosperaron y los amigos a los que recurrí no tenían plata para prestarme. En fin, nada nuevo. No es que yo sea un gran creyente, pero me resulta frustrante no llevarles a mis nietos ni siquiera un pequeño juguete o alguna chuchería que les endulce la boca y que asocien esa dulzura con la Navidad. Pero para el día 22 ya me había entrado la conformidad, además de que todo el mundo, incluyendo a mi familia, sabe que nunca he sido bueno para ganar dinero, de manera que pasar otra Navidad sin recibir regalos de mi parte no iba a ser una tragedia para nadie. Para mí, repito, simplemente es frustrante.
Y rumiando la frustración estaba, cuando sonó el teléfono.
—Aló, ¿hablo con el señor López? —Dijo la voz encantadora de una señorita—. Le hablo del Banco de la Nación para ofrecerle nuestra nueva tarjeta de crédito…
—Gracias, señorita, pero no estoy interesado…
— ¿Por qué? —me interrumpió apresurada—. ¿Ha tenido alguna mala experiencia con alguna tarjeta de crédito o con algún banco? Déjeme decirle señor López que nuestra tarjeta le ofrece ventajas únicas que ninguna otra tarjeta de crédito del mercado puede ofrecerle. Déjeme que se lo compruebe, nomás deme sus datos y mañana mismo la tendrá en sus manos.
—No, señorita. Verá, lo que pasa es que por la naturaleza de mi trabajo mis ingresos son muy irregulares y no puedo meterme a compromisos que después no voy a poder cumplir.
— ¿Y a qué se dedica, pues, señor López? —preguntó con un tono dulce y comprensivo, pero antes de que yo pudiera articular la respuesta (no sé por qué siempre me resulta penoso hablar de mi trabajo), ella siguió a toda máquina, como queriendo decir que nada importaba más en el mundo que la tarjeta de crédito—. Nuestro banco es una entidad muy humana que comprende la situación y las necesidades de cada uno de sus clientes, y cabalmente por eso creó esta tarjeta especialmente para personas como usted…
La voz de la señorita, además de dulce y comprensiva, sonó muy convincente y logró que algo se encendiera en mi apagado espíritu navideño. Era quizás la Providencia que se apiadaba de mis nietos.
—Mire, señorita, también está que tengo un pésimo historial de crédito, precisamente por las irregularidades que le mencioné hace un momento y también…
—Usted no se preocupe, señor López…
“Sin duda alguna es la Providencia”, pensé en mis adentros, verdaderamente conmovido por la divina bondad de Dios y del Banco de la Nación.
—… Nuestro Banco creó esta tarjeta para ayudar a los necesitados, no para juzgar a los morosos del pasado.
Y entonces ya no me cupo la menor duda: el mismísimo Dios quería que yo me ensartara con la bendita tarjeta, y sin más le dicté mis datos.
— ¿Su edad, señor López?
— ¡65! —casi le grité, con mis emociones fuera de control.
— ¿65, señor López? —Dijo con un leve rastro de indecisión en la voz, pero luego se repuso y continuó con firmeza—. Señor López, no es nada personal, pero es política del Banco de la Nación no dar crédito a mayores de 63 años, lo siento mucho. —y colgó.