Por Pablo Sigüenza Ramírez

Con el corazón en la boca seguí corriendo por aquella calle peatonal inundada. La gente se empujaba por llegar a cualquier tienda, comprar cualquier cosa, beber cualquier alcohol y luego regresar a casa tres o cuatro horas antes de la medianoche, para seguir bebiendo, para terminar de cocinar, para sonreír con un poco de artificial esperanza. Los niños reían emocionados por los regalos que podrían abrir; los viejos derramaban una pequeña lágrima mencionando, a quien se sentaba a su lado, que éstas eran sus últimas navidades. Los abrazos sinceros aparecían con poca frecuencia; la esperanza se erguía equívoca como siempre.

Yo, en medio de la marabunta, también empujaba a los demás. Algunas personas me devolvían el empellón, lo que me lanzaba contra otros cuerpos sudorosos y fríos. Rodolfo, mi perro, corría ya lejos de mí. ?La cuerda con la cual lo sujetaba se había terminado de romper cuando el bendito chucho salió corriendo tras unas pompas de jabón pérdidas en una esquina. Pensé que al morder el aire por tercera vez regresaría a mí, pero un demonio navideño se le había metido en el cuerpo. Corría a más no poder.

Corrí tras de él sin éxito. Luego de un par de minutos, el esfuerzo me dejó resoplando y angustiado por no poder darle alcance. Corríamos como nunca lo habíamos hecho: yo por alcanzarlo; él, aun no entiendo por qué. Lo cierto es que parecía que volaba. Era mi único amigo; el último regalo de mí tía Margara, dos navidades atrás. ?A veinte metros de mí, escuché un frenar estruendoso. Una exclamación de la muchedumbre que esperaba el cambio de semáforo, en la siguiente esquina sumó aflicción a mi perturbación. Aceleré el paso con la sensación de que moriría por infarto: se mezclaban con precisión el esfuerzo cardiaco y el terror de perder al chucho. El carro emprendió su marcha dejando un pequeño charco de sangre en el pavimento. El pedazo de animal que nadaba en el charco era gris, no era Rodolfo, no era mi chucho. Se trataba de una enorme rata que, animada por la suciedad y basura arrejuntada por aquella jornada de compra y consumo compulsivos, había dado un paso en falso.

Yo seguí con la frenética búsqueda de Rodolfo hasta después de medianoche. No comí tamal, no tomé ponche de frutas, no destapé regalos. Las calles vacías me prometían soledad. Mis lágrimas infantiles se juntaban con la suciedad de las aceras. Nadie compraba ya, todos comían alrededor de una mesa bien servida. Cerca de aquel mundo vacío y sucio que fue mi navidad, un niño fue feliz esa noche: Tobi, su perro nuevo, encerrado en un patio nuevo, aullaba en la claridad de la noche.

Yo, en medio de la marabunta, también empujaba a los demás. Algunas personas me devolvían el empellón, lo que me lanzaba contra otros cuerpos sudorosos y fríos. Rodolfo, mi perro, corría ya lejos de mí.

Artículo anteriorRubén Darío conversa sobre “Los Raros”
Artículo siguienteLas posadas de antes eran más chéveres