Por Camilo «El Nagüi» Villatoro

Inundaciones

Me despierta la voz de mi padre hablando sin que le respondan. Parece platicar por teléfono con algún familiar, tal vez una tía, el lenguaje despreocupado lo delata. La tía al otro lado del auricular naturalmente se esconde en la distancia telefónica. ¿Cómo saber qué tía es?, tengo ocho o nueve, quién se acuerda. Platican como si fuera necesario mantener el tema en secreto. Me viene de repente una sensación de algo grave, de esos eventos familiares que se platican en la cena entre el formalismo insufrible de severidad paternal, otra enfermedad terminal en la familia acaso. No quiero salir de la cama, la flojera me impide preocuparme de más, ya me enteraré cuando haga falta, en la cena de hoy o mañana. Pero la plática me resulta ininteligible, y luego me asecha una preocupación anormal, una angustia poderosa que emana de aquel secretismo, se desplaza hacia mi habitación como onda expansiva de presentimientos. La puerta del cuarto está abierta, no me preocupa que mis padres me encuentren desnudo, así suelo rebelarme a su terca costumbre de irrumpir sin llamar a la puerta; acerco la vista al ángulo necesario para ver al corredor. Allí mi padre con el teléfono pegado a la oreja, prende un cigarro con la colilla del que se acaba, no más empedernido que de costumbre; no logro distinguir sino palabras aisladas, el perro ladra, a unas cuadras los vecinos evangélicos no reparan en watts intentando evangelizar al cantón con su orquesta de instrumentos desafinados y de cantatas traslapadas arrítmicas. Cierro los ojos e imagino una bomba que en un instante despuebla el inocente paraje miserable. «Ahora sí conocerán al Señor», me digo, y hago una mueca de hastío todavía con los ojos cerrados, apretando la mejilla contra la almohada, hasta quedar con apenas una fosa nasal abierta. Me queda un oído descubierto y lo aprieto con otra almohada. Aun logro escuchar a mi padre como un tímido eco: «cuando despierte hay que ver que no se mate…». Lejos de entender, el miedo me hace intuir telepáticamente la noticia impostergable. Primero me imagino a mí mismo como una mujer indefensa en medio de la impunidad de una oscura callejuela y luego como un ego masculino penitente de cierto crimen infame, recibiendo la grotesca pero usual bienvenida de parte de sus compañeros de celda, como si alguien realmente mereciera un castigo así, sin poderse suicidar en el momento, dejando las uñas en el suelo, intentando alcanzar los barrotes… Pero a la pobre tía Aurora, con cinco décadas encima, más fea que en su juventud, a pocas cuadras de su casa, víctima de una horda fantasmagórica de degenerados sin nombre… Mi corazón hinchado de emociones explota desprendiendo la caja torácica, inundando la cama a borbotones, una sangre casi negra; quién lo diría, el corazón es una bomba sanguinaria… Abro los ojos súbitamente y recupero el aliento después de la asfixia, toco la cama empapada en sudor y maldigo a los evangélicos que no parecen querer callarse.

Complex

En torno a una mesa estamos sentados yo y cuatro personas más, dos de ellas mujeres. La intimidad de la conversación nos lleva a un inusual flirteo, porque vaya, yo nunca he sido ansioso, y sí más bien apático para esas cosas, nada de eso debiera importar porque todo transcurre con una rareza excepcional, como que hay una luz iluminando la escena y parece provenir del centro de la mesa sin por ello lograrse ver candela o bujía alguna: si alguien habla es encandilado como a quien dice un monólogo en el teatro. Al contrario de las sobremesas informales, caracterizadas por el desorden y el control despótico de la palabra, aquí tomar la palabra no crea mayor conflicto, que no sea el derivado de la discusión sobre la precariedad semántica del verbo tomar… Entonces cada uno dice sus palabras con la solemnidad de los turnos en los juego de mesa. Una chica menciona algo acerca del atractivo de otro de los presentes, el mencionado se ruboriza un poco y devuelve el cumplido, luego la otra chica hace las veces -¡oh, sorpresa!- refiriéndose a la chica anterior -dos halagos gratuitos y contando-, y «sí, demasiado guapa» -aprueba uno de los muchachos, queriendo romper hielo con un alfiler-; aquí se altera por única vez la solemnidad de los turnos al escucharse al unísono un «¡pero si vos sos guapísimo!» seguido de un eco de carcajadas que se van apagando entre leves suspiros. La ronda de halagos se va repitiendo cada vez de forma más sutil; no me queda más que observar estupefacto aquella escena y pensar que es rarísimo que nadie mencione, siquiera por mera deferencia, alguna de las gracias particulares de mi atractivo y belleza. Qué raro, de veras…

Conceptual

Supongo que la siguiente representación no puede ser sino una obra de arte moderno, quiero decir, de una pretendida orientación conceptual bastante ininteligible, o más bien, carente de sentido teleológico. Soy un solitario sin edad en medio de la penumbra de un teatro, y eso es ya bastante teniendo en cuenta mi aversión automática e inocente por las artes escénicas, y no se hable del atávico miedo a la oscuridad. Antes observaba fijamente un reloj de bolsillo pendiendo de una cadena, sujeta del otro extremo por una mano imperfecta de humanoide, y de súbito la penumbra, el olor a madera vieja, mis nalgas dispuestas en una butaca del inmueble. Me pienso solo, pero entonces unos reflectores delatan a unas espectadoras en los asientos próximos al escenario. Una veintena de muchachas, todas con niños pequeños montados sobre sus muslos -me levanto del asiento para cerciorarme-. Los niños visten todos camisas a cuadros, sombreros y botitas, unas hebillas miniatura de efigie vacuna les sujetan los jeans de por sí estrechos. Nada tiene sentido, pero entonces brota humo artificial del entarimado, en sincronía con un juego de luces escénicas multicolor. El soundtrack de esta maravilla inunda la gran sala con su lírica melodramática: «la carta dice espérame/ el tiempo pasará/ un año no es un siglo/ y yo, volveré…». Un reflector alumbra al cantante que permanecía escondido cerca del telón de fondo, haciendo playback. Se va acercando con pasos al mejor estilo duranguense, la muchachada aplaude, los niños intentan aplaudir (sus manitas han de producir estruendos ridículos), desde mi asiento logro ver la mecánica patética de sus aplausos de juguete, arrítmica y persistente. La algarabía es tal que las mujeres se levantan de sus asientos cargando a los rapaces y se acercan al entarimado. El cantante se quita el estrambótico sombrero que lleva puesto y se agacha para saludar a los niños y a las mujeres: besa a todo mundo uno a uno. Lo lógico es pegar un brinco y correr buscando la salida, y eso hago. La puerta del teatro tiene tranca, me desespero y doy golpes inútiles a la puerta hasta quedar casi desmayado, y entonces ¡clap! un chasquido de dedos y un rostro anunciando que ya pasó, que todo está bien.

Zodiaco

Oh bróder… A mí el amor me viene de imaginarlo y no de otra forma. La de cosas que a uno le cambian la vida… y dentro de lo cambiado -hasta nuevo aviso- está el sentido mismo del amor, que nada tiene que ver con el sexo, ni siquiera con el romance. Por eso creo amar a cierta muchacha imposible, porque su imperfección humana es perfecta, no tiene corazón para amar nada, ella debe, irreductiblemente, amarlo todo, es un incendio que quema ciudades, consume todas las paredes y rompe cada ventana como si fuera estampida. En esa realización amorosa soy siempre una quimera, igual a ella, enfrentando cosas que siempre deseé enfrentar… Digamos, estoy en la cárcel condenado por cierto escrito sedicioso y los reos de la celda me interrogan con esa curiosidad tan simpática del vulgo, un poco podridos porque intuyen que soy un mentiroso, que es imposible estar preso por algo tan estúpido, pero en realidad sí que estoy, y así es el fascismo -les digo-, «tampoco me gusta mucho el hecho de compartir con ustedes este espacio oscuro y frío, pero aquí estoy, igual de podrido», o lo mismo pero con palabras que les resulten menos mamonas, vos sabés… Entonces ella es sacada de sus cosas importantes, se enfada por tener que ocuparse de chochadas improductivas nada poéticas, pero va y hace lo imposible por sacarme del tambo, y en breve el carcelero me avisa que debo largarme, y me despido de mis compañeritos. Alguno la ha visto de lejos y me impreca en tono vulgar detallando lo que le haría con tal de joderme; entre media sonrisa irónica respondo que por lo menos sabe de las cosas que me importan en el mundo y pues, órale, hasta nunca, compadre. Ya en el carro -supongamos que hay carro- le cuento lo sucedido y ella ríe; con entusiasmo me dice que ese recuerdo merece volverse una buena pesadilla, entonces enredo mis labios en esa cabellera obtusa de galaxias zodiacales y ella hunde dedos en el fango negro de mi cuero cabelludo y yo penetro su útero-axila-derecha suavemente con la mano e imagino que el amor existe, aun sin citas previas y sin que medie más fluido que el de las libaciones poéticas, ¿me entendés?


Camilo Villatoro (1991-…) es un impopular escritor iconoclasta y satírico, nacido en México, pero de identidad guatemalteca. A falta de currículum de publicaciones o méritos de cualquier tipo, inventa patrañas cuando de describirse en estos espacios se trata. Prefiere eso al patetismo de decir que es «un comunicador persistente en redes sociales», lo cual es verdad, pero a nadie le importa.

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