Una colaboración de Adolfo Mazariegos | Barrancópolis

Tiempo atrás, quizá en 2007 o 2008 (no recuerdo exactamente cuándo), un amigo muy apreciado, médico y escritor, me obsequió algunos DiViDís, mismos que fui viendo poco a poco durante el transcurso de varias semanas —tal vez meses. No soy muy dado a ver películas o televisión, a decir verdad—. Algunos de estos discos eran copias de documentales, otros eran películas de cine independiente y cortometrajes de esos que muy difícilmente pueden verse en una sala de cine. Había visto ya cuatro o cinco de los discos cuando di con un documental titulado El pájaro sobreviviente. El título me sonaba de algo, aunque no sabía exactamente de qué. Honestamente, no tenía la certeza, aunque la presentía. Sin embargo, lo supe inmediatamente cuanto empecé a ver las imágenes.

Con cierta curiosidad, entonces, inserté el disco en el aparato reproductor y me dispuse a ver de qué se trataba. El realizador —del filme— es Luis Urrutia, cineasta chapín a quien no conocía y a quien decidí que después intentaría localizar para conversar acerca del trabajo que había llevado a cabo y de sus motivaciones dando vida al documental (lo que aún no he hecho, por cierto). La cinta, como pocas, era un crudo repaso por la vida y singular universo de uno de los más controversiales artistas plásticos contemporáneos de Guatemala (si no el más): el maestro Arnoldo Ramírez Amaya, a quien, vaya a saber desde cuándo, también se le ha nombrado como “El Tecolote”. Quienes le han conocido dicen de él que es, justamente, el hombre que se retrata a sí mismo como tecolote, artista excéntrico, talentoso, una esponja, rebelde, gran pintor, el dibujante más destacado (…)

Empecé a ver el documental y asimismo empecé a tropezar continuamente con cúmulos de paradojas, de interrogantes y respuestas que daban paso a más interrogantes, de sitios comunes, y hasta de ciertos sentimientos encontrados que no dejaron de asombrarme. Me resultó fácil reír, por ejemplo, al revivir la visita a “El Olvido”, donde la anfitriona aporrea a ése maldito gato, que no es suyo, pero que le es familiar; recorrí con el protagonista calles y avenidas, y también imaginé al niño que una antigua Nana describe como aquél que realizaba dibujos en el patio (dibujos que ella no entendía y que, sin darse cuenta, pasaron a formar parte de los pasajes que ya nos había referido con anterioridad el artista, pero que adquieren dimensiones extraordinarias al saberlos confirmados por quien lo vio sumergirse desde sus primeros años en ese mundo de trazos, líneas y colores. Y es allí, en momentos como ese, donde se comprenden tantas frases que reflejan las marcas de la vida en aquél niño-artista que compara una hoja de papel con el lienzo inmenso en el que se ha convertido la tierra de todo un patio: “de ese tamaño se vuelve su universo”; dice él; de ese tamaño, se volvió su particular universo, comprobamos.

Más allá del proyecto estético que el cineasta pudo haber imaginado en un inicio (o concebido con la idea del documental), El pájaro sobreviviente nos muestra todo en dicotomías inseparables no premeditadas —y no necesariamente antagónicas—, diríase, más bien, que como una suerte de absurdo equilibrio necesario en un mundo como el nuestro en donde la fachada es tan importante para ocultar las profundas desigualdades y alienaciones existentes hoy día: el arte y al artista, lo sobrio y lo trasnochado; la cultura y lo que elucubramos que es cultura; el padre y los hijos; la exesposa y la madre de los hijos; y hasta lo “in” y lo “out” (My God, como diría una de las entrevistadas de gafas oscuras en mitad de la noche ya hace más de diez años, casi al final de la hora con cincuenta y dos minutos y treinta segundos que dura el documental). Todo ello, cual madero golpeado y transportado por las olas gigantescas de un mar embravecido sin saber exactamente hasta dónde llegará.

El pájaro sobreviviente nos comparte abiertamente no solo al artista, sino que nos habla de un añejo secreto a voces; de una realidad que a veces pareciera ficción; de una vida tan humana como cualquier otra (o quien sabe); de un Tecolote cuyas alas probablemente sólo estaban encogidas, y no cortadas, como seguramente muchos llegaron a suponer… Hace pocos días, mientras conversaba con un amigo en un conocido café de nombre chino en el centro de la ciudad, me pareció verlo sentado a la barra del local, bebiendo un té y conversando con otro reconocido artista guatemalteco de blanca barba. No obstante, no quise acercarme para interrumpir el diálogo, a todas luces ameno y particular. Me limité, solamente, a observar la escena y a comentar en voz baja con mi amigo, «allí está El Tecolote». No pude, sin embargo, dejar de recordar el documental que traigo aquí a colación y en el que, entre otras frases y preguntas que llamaron mi atención, le escuché: “¿será que vivimos por gusto?… Fue, en ese momento, en ese café, cuando decidí escribir estas sencillas líneas, varios años después de haber visto el documental de Urrutia sobre El Tecolote, El pájaro sobreviviente.

Adolfo Mazariegos (Guatemala). Siempre he considerado que la vida nos conduce por caminos extraños e inesperados… Lo demás, corre por cuenta nuestra. Mientras tanto, a barranquear un poco…

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