Por Pablo Sigüenza Ramírez

Sara siempre fue una niña reservada, felizmente introvertida. Socializaba poco. A su papá y mamá no les preocupaba este comportamiento pues la sonrisa genuina que pintaba su rostro era indicadora de, al menos, poca perturbación sicológica cuando no de plenitud y tranquilidad. A los 3años, Sara encontraba fascinación en recorrer los rincones oscuros de la casa grande en la que vivía, buscando bichos. La casa era un antiguo chalet de ocho cuartos y dos patios, con paredes altas, techos de madera y más de doce aves tropicales gritando, de esas que aprenden a remedar la voz humana y que con un tono agudo saludan, dicen adiós y hasta cantan canciones de cumpleaños.

Una primera emoción de la niña al jugar con los insectos era ver correr despavoridos a los pares de patitas que buscaban huir de la mirada de la pequeña humana. Ella imaginaba diálogos de bichos en los que la acusaban de ser una niña abusadora de pequeños animales. Y es que, en efecto, luego de dejarlos correr por todos lados, Sara ponía su ojo en las cucarachas de tamaño mediano, las acorralaba y de forma ágil las tomaba con sus manitas. Casi nunca logró sujetar dos cucarachas a la vez. De una en una, las encerraba en el pequeño hueco que formaban sus manos y gozaba con el roce de las seis patas alocadas. Sus padres la veían afanada en esta sana cacería y también sonreían. Por un lapso de ocho a diez minutos el insecto peleaba sin tregua por salir de aquel calor humano, causando unas cosquillas delirantes a Sara. Las risas de la pequeña inundaban cada pasillo de la enorme casa. Las cucarachas más persistentes y por lo tanto las que más nervios causaban a Sara, eran las que vivían en la vieja biblioteca y se alimentaban de las páginas amarillas de cuentos de Verne y Allan Poe.

Luego de ese lapso, el movimiento dentro de las manos de Sara cesaba sin aviso. La niña abría sus dedos, fingiendo ingenuidad y al nomás intuir el movimiento renovado del bicho volvía a fortalecer el cerco y disfrutar de la agonía cucarachesca. Este nuevo estertor de las patas del insecto duraba no más de tres minutos, tras lo cual, la beba dejaba en el piso al bicho desahuciado sabiendo que era un treta animal y lo dejaba ir.

Sara esperaba con ansiedad la época de lluvia. Con la primera nube cargada de agua aparecían las grandes hormigas rojas abriendo la tierra y resguardándose en agujeros que allí escarbaban. El abuelo le dijo a la niña que se llamaban zompopos de mayo. Ella fascinada, los tomaba por las alas y los resguardaba dentro de hojas de plátano que el mismo abuelo le cortaba de la bananera que se encontraba en el jardín principal de la casa. Con estos insectos el número sí era manejable, recogía del suelo hasta tres zompopos y los encerraba, como lo hacía con las cucarachas. La diferencia era que luego del forcejeo con las patas los zompopos iniciaban a morder la piel de Sara. La sensación era intensa y luego de pocas mordidas, la niña maravillada, los soltaba y los dejaba volar.

Una experiencia hilarante era atrapar luciérnagas y perderse en el titileo luminoso de los bichitos de luz. En este caso las emociones se trasladaban del sistema nervioso al plano de la imaginación; la cabeza de Sara se llenaba de colores y formas en mezclas diversas, haciendo que la niña sonriera al pensar y soñar.

En todos los casos, ninguno de los insectos salía realmente dañado. Eso habla bien de la niña que Sara fue. Es una de las cosas por las que ella me gusta tanto. Debo confesar que me he aprovechado de esas confesiones infantiles de Sara. Por ejemplo, anoche, sabiendo de su propensión a sentir cosquillas y disfrutarlas, me asomé a sus piernas, puse mis labios alrededor de sus rodillas y la enloquecí. La cosa empezó con los labios apretando, siguió con la lengua inquieta y terminó con los dientes clavándose levemente. Su risa más que divertida señalaba un placer desconocido y delirante. Fuimos entonces dos mujeres maduras descubriéndonos a la luz de la risa y el delirio. Después de eso, no hubo vuelta atrás; la luz de la luna bendecía la escena.

Una experiencia hilarante era atrapar luciérnagas y perderse en el titileo luminoso de los bichitos de luz…

Artículo anterior“Qué Loquera”, un domingo con Poesía Callejera
Artículo siguienteA mí que me digan gorda