Por Pablo Sigüenza Ramírez

Todas las máscaras me ven. Sus miradas vacías me señalan, me acaparan, me cuestionan. La luz de la ventana ilumina ciertos perfiles. En la máscara del diablo rojo, la luz pega de frente, arranca de las sombras unos ojos abiertos como túneles de montaña para el paso de un tren y la lengua larga que se cuela por sus colmillos busca mis labios, mis orejas, las palmas de mis manos. El diablo sabe que me gusta su aliento, su susurro al oído mientras aprieta cualquiera de mis lóbulos. La luz pega de lado sobre la máscara de lobo, un aullido que sale de ella me aprisiona toda la noche; es el grito de mis miedos colgados del árbol de membrillo, el frenesí perpetuo de cañones sobre hojas de maíz, el gemido de cientos de dedos meñiques infantiles carcomidos por dientes roedores, invisibles. Un auto pasa por la calle; el sonido del motor tarda algunos segundos en diluirse entre el aullido del lobo y mi respiración lenta, desacompasada.

La máscara del mono está sobre la ventana, oculta, se beneficia de la imposibilidad que tienen los rayos de luz de quebrarse, no la veo pero sé que está allí, riendo con delirio, burlándose de las otras máscaras, porque todas sufren y ella no. Hace doce meses que la traje de un viaje a las montañas, la coloqué en la pared sujetada por un clavo, pero ella se mueve por cada rincón de la casa; el clavo viaja con ella tratando de hacer su tarea, pero el mono sabe correrse, sabe escabullirse; burlarse del clavo que la trata de sujetar es su actividad preferida, y mientras lo logra también se burla de las otras máscaras. Cuando entro a la sala, también se burla de mí: de mis sujeciones a la vida, a la muerte, a la escena social, a la cordura, a las normas. Sin certezas y sin culto el mono se ríe del mundo y de la farsa evolutiva que somos los humanos.

La máscara de la mosca está ataviada con una corona de reina y un corbatín. Nada me dice, nada pregunta, solo llora y sus lágrimas mojan el pastel de chocolate que no puede comer, inmóvil como es. Por mi parte, rechazo la sola idea de probar un bocado. Necesito un trago de agua. Regreso de la cocina con una taza de ron en la mano. La luz me pega en el rostro y me veo reflejado en el espejo. Volteo la vista. Hace años que hice un pacto con el reflejo, dejé de adorarlo y creerle sus historias de azul y brillo. Desde entonces solo me muestra la otra cara de las máscaras colgadas en la pared, esa que siempre queda agazapada detrás del barro o la madera. Busco el ángulo del espejo en donde no vea mis ojos, un fulgor me enceguece, mis manos detrás del reflejo queman frenéticas cada centímetro de todas las máscaras. El fuego de una candela de cebo acaricia la pintura de látex en cada rostro y con agilidad lo consume; la madera combustiona, el barro se quiebra, por dentro yo me quiebro. Después del incendio, solo veo detrás del espejo, un osito de peluche cubierto de hollín, un vaso vacío y una vela a medio consumir, apagada. Retiro la vista de aquella superficie que no miente. La máscara de mono me ha estado observando, ríe con malicia, salta sobre la máscara de diablo con la cual se funde. Ambas me empujan a la calle. Esta noche morirán algunos sueños.

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