Por Alejandro Arriaza
No fue sino hasta el tercer intento que logré llegar a donde reposan los restos del Gran Lengua. Se hizo de rogar el Nobel, divo hasta después de muerto. Pero valió la pena. El primer intento fue truncado por la lluvia. Luego de un largo día recorriendo Montmartre, la basílica de Sacre Coeur y Pigally con mi guía, anfitrión y amigo, el maestro de taichí y lutier radicado en Francia desde hace más de veinticinco años, José Rosales Estrada, llegamos al cementerio Père Lachaise, la legendaria ciudad parisina de los muertos, a cumplir uno de los últimos puntos importantes que quedaban en mi agenda de visitas en la Ciudad Luz.
El cielo había estado gris todo el día, y empezaba a soltar una que otra gota solitaria, pero pensaba que tenía al menos tiempo de llegar a la tumba, plantarme ante ella y salir. Encontrarla empezó a ser un problema, en aquel severo laberinto de cajas de concreto y estatuas coquetas. Encontramos a unos jardineros del cementerio reunidos, y pensamos preguntarles. Los hombres descansaban de su ardua labor fumándose un tremendo churro (ah, las cosas que se ven en Europa), y la mayoría se me quedó viendo como marciano cuando en mi francés de megapaca les pregunté por la tumba de Miguel Ángel. Uno de ellos tuvo de pronto una cara de inspiración. “¡Ah, sí! El escritor, sí…uh…vea, vaya recto hacia allá, luego gire a la derecha y va a encontrar un gran edificio.” “¿Y allá está Asturias?” pregunto yo. “No, esas son las oficinas centrales, ahí le informan dónde está enterrado.” “Ah vaya, muchas gracias por la ayuda” (aunque de hecho al final sí lo fue).
Luego de despedirnos de los jardineros, que nos ofrecieron amablemente regalarnos el porro, ofrecimiento que declinamos con igual amabilidad, encontramos las citadas oficinas, y ahí me dieron un plano detallado del cementerio. ¡Bingo!
Al salir del edificio, las gotitas se habían vuelto una lluvia recia. Yo estaba agotado por el día de caminata (el segundo en línea, el anterior había sido igual de kamikaze) y de pronto ya no tuve ganas de ver tumbas ni lenguas ni porros ni nada, sólo de llegar a un sitio seco y caliente dónde descansar y tomarme un café, así que salimos en busca de la boca de metro más próxima y nos marchamos.
El segundo intento, menos pintoresco, fue una semana más tarde, ya en solitario. Decidí ir primero al museo del Louvre, y tras pasarme varias horas viendo cuadros de pintores franceses, españoles, italianos y holandeses, llegué al cementerio veinte minutos después de su hora de cierre. ¡Rayos de nuevo!
Por fin, la tercera fue la vencida. Resultó que la primera vez había estado mucho más cerca de la tumba del escritor de lo que imaginaba. Mapa en mano, en un instante estaba frente a la famosa réplica de la estela 14 de Ceibal (San Google dixit), que rompe audazmente el panorama de lápidas cuadradas que la rodean. Debo confesar que no estaba preparado para la emoción que me llenó. Quería ver la tumba de Asturias como una curiosidad, un lugar famoso, pero el poder de esa estela se percibe en cada rincón de los alrededores. Y todos los que pasan aunque vayan buscando a alguien más (a Jim Morrison, la mayoría), se detienen a ver quién es el inquilino de tan notable tumba. Asturias, campeón del realismo mágico, llena de una sensación alucinante inclusive el cementerio donde reposa. Invita a sentarse frente a la estela, y a dejar que el silencio lo penetre todo y lo haga todo diferente. Luego de visitar al más famoso de los huelgueros sancarlistas, una vuelta por el cementerio, aprovechando que el día era espléndido, no cayó mal.
La tumba de Morrison , el vocalista de los Doors, caótica y desordenada, decepciona un poco. Rodeada de vallas metálicas (porque la genta hacía literalmente de todo encima de la losa), la gente le deja de ofrenda pulseras de tela, cigarrillos y hasta chicles masticados. Allá cada quién. Por ahí andan también durmiendo el sueño hondo el buen Chopin, el genial pintor francés Theodore Gericault, el mentalista Allan Kardec y su tumba llena de dólmenes, los monumentos a los caídos en las guerras mundiales, y tantos otros, célebres y desconocidos, que reposan en Père Lachaise, el cementerio hasta donde llegó el realismo mágico de Miguel Ángel Asturias a trenzar historias con el silencio, desafiando a la muerte.
…el poder de esa estela se percibe en cada rincón de los alrededores. Y todos los que pasan aunque vayan buscando a alguien más (a Jim Morrison, la mayoría), se detienen a ver quién es el inquilino de tan notable tumba.