Por Pablo Sigüenza
Con el corazón latiendo fuerte nos salimos de clase. Aquel curso de media noche, sólo para locos, había resultado una excusa para volar con vos. La fachada oscura de aquel edificio viejo en el cuál estudiábamos debería ser utilizada para películas de terror. También por eso nos gustaba aquella calle, aquella escuela, aquel verano. Vos poeta consumada fuera de reflectores y sutilezas. Sensible y grosera con las letras. Yo aprendiz de fotógrafo pretendiendo escribir versos de campo y hiel.
La calle peatonal era ancha y por supuesto, a las tres de la mañana, estaba casi desierta. Sólo vos, un perro ladrando a un farol intermitente y mi intento de ser cualquier cosa notable. Afortunada, la soledad de madrugada, fue testigo de nuestro husmear por la penumbra. Sin prólogo alguno me desvestiste, yo correspondí autómata, inspirado, a la luz del sereno y de las gotas de luna cayendo. Tu cabello húmedo hacía juego con el mar que de tu cuerpo salía para inundar mis dedos. Tu mirada pertinente, inurbana, en éxtasis, espejeando mis pupilas.
Abrazados ya sin fuerza, sentados en la acera, yo aún en vos, tus nalgas sobre mis muslos, mi nariz pegada a tu mejilla y el perro alejándose del viejo farol. Entonces salieron los profes del gris edificio de tres niveles. Sabina, con un cigarro en la boca pasó a nuestro lado, me dio una palmada en el hombro y murmuró: «al rato nos bebemos una caña con la compañera». Se alejó sonriendo, sin sombrero. A doce pasos volteó la mirada hacia nosotros, nos guiñó un ojo. Vos lo despediste con la misma seña. Con el último estertor luminoso del fracasado farol apreté la pelvis como epílogo de mi noche. Vos correspondiste autómata, inspirada.