Por Leonel Juracán

Puede ser que para muchos escritores, críticos y profesores de literatura el tema no resulte en sí novedoso, se viene discutiendo desde los tiempos de Montaigne, y mucho más atrás si en la retrospectiva incluimos a los medievales, a los socráticos, Giordano Bruno, Erasmo de Rotterdan, etc. ¿Pero no es cierto que hay momentos en que los libros terminan por hastiarnos? ¿De qué sirven tantos libros de autoayuda, de opiniones diversas, de comentarios, ensayos y notas al margen, si no contribuyen a aclarar las ideas, sino todo lo contrario, a enredarlas? ¿No será que tanto escritores como lectores utilizan ese galimatías con el único fin de ocultar su estulticia, como diría Erasmo, y al mismo tiempo aparentar erudición? ¿Acaso pretendo ser objetivo si para tratar un problema de la escritura hago uso del medio mismo?

Hagamos entonces como Nietzche, diciendo por adelantado que éste escrito no tiene ningún valor, porque no pretende decir «La Verdad» en sentido amplio, sino solamente algo que se me ocurrió después de oír los comentarios de varios amigos, que incómodos ante el giro que ha tomado la literatura contemporánea empezaron a lanzar preguntas y esbozar algunas respuestas.

¿Es que nadie escribe ya grandes novelas?

Si se refieren a «volumen», es decir, cantidad de papel entintado, todavía hay muchas, y bastante buenas, como ésos libros de amplios lomos en los que se lee: León Uris. «La Broma Infinita», Salman Rushdie, «Cortesana», Gao Xingjan, «El señor de los anillos», «3999», etc. Ahora, si se refieren a la profundidad de los temas tratados, la innovación de la técnica narrativa, o la complejidad de la labor pedagógica o moral emprendida por sus autores, sí parece haber disminuido, al menos en proporción a la cantidad de obras que se publican.

Para el lector de «entretenimiento» la pluralidad de sociedades, formas de relacionarse y problemas internos puede resultar todavía ilustrativo. Pero esas novelas de viajes, aventuras, y biografías interesantes, no tienen ya el valor enciclopédico por el que se hicieron respetables durante los siglos anteriores, hoy cualquiera puede investigar por internet y poner en tela de duda las declaraciones de un autor que hablara por decirlo así, de animales fantásticos en las antípodas.

Queda entonces el estilo. Sin embargo, tanto si se trata de la historia de un huérfano en Kazajistán o una familia de rebeldes en Holanda, los recursos narrativos no han variado mucho: Uso de la tercera persona, enunciación en pasado indefinido, aproximación o distanciamiento de los momentos decisivos del relato, rupturas en el personaje narrador. Los malabares lingüísticos se han ido agotando, o más bien, no han incorporado los nuevos recursos dados por los medios audiovisuales.

Aun así, se publican reediciones de El Quijote o Víctor Hugo, pero es muy difícil que alguien se tome hoy el trabajo de narrar períodos largos de tiempo como Vargas Llosa, panoplias de personajes como Roberto Bolaño, o fantasías de largo aliento como Asimov.

Si buscamos causas actuales, podríamos enumerar: una parte de culpa la tienen los medios electrónicos, que han limitado la cantidad de palabras, creyendo que no hay lectores menores de treinta años que soporten siquiera diez minutos contínuos de lectura; otra parte, claro, está en la mala educación; otra en las exigencias laborales, que no dejan tiempo ni para escribir o leer por gusto; otra, en la orientación ideológica que promueven las editoriales.

Lo cierto, es que como decía Octavio Paz y Unamuno, la literatura de éste tiempo (y quizá sea un alivio para muchos) es ya incapaz de asumir un discurso colectivo o una mitología «totalizante». Traicionado por la moral, por la elocuencia y por la cultura de la inmediatez, el autor del siglo XXI, se dedica más que todo a la anécdota personal, crónicas locales e ironías encriptadas que requieren de un lector ya versado en temas que se consideran «de dominio público».

¿Es a consecuencia del individualismo?

Quien lanza una pregunta así, seguramente espera todavía que haya «escritores comprometidos». Y aunque pareciera una respuesta obvia, hay que ser cuidadosos para separar las paranoias conspiratorias de una reconstrucción de los hechos: Cada forma literaria es hija de su tiempo, y si bien es cierto que los medios masivos buscan fomentar el consumo individual, también ocurre que nuestro encuentro con los libros, siempre ha sido un acto individual; tanto si se trata de un devoto lector de la Biblia, como el niño que recién aprendió a leer y se topa con el Reader’s Digest; y cito estos ejemplos, porque es ahí donde mejor podemos ubicar el problema de éso que se llama «lectura social». Ahí encontramos al sacerdote, la maestra, el secretario de partido, o al narrador de Disney, indicándonos cuáles son las palabras correctas y en qué sentido debemos interpretar el texto. Así es como la lectura, que debía estar abierta, deja de ser placentera y se convierte más bien en un trabajo de «traducir el código», para el lector consciente, o una manera de afianzar prejuicios para el que no.

El escritor que labra un estilo, sabe muy bien que no hay un público específico al cual dirigirse, pues el compromiso que ha adquirido con el mensaje requiere una investigación exhaustiva del lenguaje, y la forma que adquiera no puede apoyarse en el mercado, pues la sociedad a la cual se dirige, está un poco más allá de ésas contingencias, y un poco más acá de sus idealizaciones.

Miguel de Unamuno, en «¿Cómo se escribe una Novela?», decía que todo autor, aun así escriba ciencia ficción, en el fondo está hablando de su propia experiencia y cada uno de sus personajes es necesariamente una referencia autobiográfica. Los únicos compromisos que podemos interpretar en una obra, no son de tipo «ideológico», sino vitales, entre el autor y su propia historia. No es por falta de compromiso por lo que ahora abundan las novelas en primera persona, los lugares «adimensionales», con el tono típico del Best Seller. Es más bien, por excesivo compromiso con otras causas: las orientaciones del mercado, con los intereses políticos, o las pautas editoriales. Así se ha empobrecido el estilo, haciendo indiferenciables entre sí a un autor latino, español o marroquí. Y ojo con eso del cosmopolitismo, que al copiar un estilo, solo porque el autor goza de fama mediática, debemos tomar en cuenta que estamos ante una traducción, y probablemente el autor en cuestión no esté conforme.

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