Por Juan Pablo Muñoz y TG

¡Si ya saben cómo me pongo para qué me invitan!, dicen -algo cínicamente- los muchachos de hoy en día en alusión a esa circunstancia tan propia de las tandas de tapis: los clavos. ¡Si no hubo clavos, no fue fiesta!, corroboran, al respecto, los más experimentados.

_Cul2_1BY es que, derivado del desinhibirse temporalmente y del atolondramiento que produce el alcohol, nunca falta el bolo indiscreto que habla de más, el que en vez de hablar… grita, el que se vuelve imitador del artista del momento o se cree bailarín profesional, el que bota las copas en la mesa y baña en licor a más de alguno, el necio y peleonero, el llorón, el que empanzado de tanto líquido se destantea un poquito y se desplaya sobre el piso rompiendo sillas o mesas, el que se pone medio insinuoso con la que le gusta -aunque vaya acompañada-, el que se hace el loco para pagar la cuenta y hasta esconde su billetito, el que agobiado por el delirium tremens sale huyendo con rumbo desconocido, el que se queda dormido o ya no controla esfínteres y, en fin, miles de modalidades más.

No hay bolo que nunca haya hecho clavos ni el más clavero que de vez en cuando no se haya sabido comportar. La diferencia es que el primero da de qué hablar después del espectáculo, cuando, se hace recuento de las gracias; y, el segundo, antes, cuando se toma la importante decisión de invitarlo o no… Debe decirse que este es uno de los pocos casos en los que los antecedentes sí cuentan.

Muchas anécdotas se pueden contar en cuanto a clavos de bolos, pues como se mencionó, nunca pueden faltar en una fiesta de tapis. Por lo tanto, acá nos centraremos en algunas clásicas, las cuales seguro conocerán porque a más de algún “amigo” le habrán pasado.

La primera y más conocida, es la de aquel que es invitado a una fiesta y llega… pero llega tarde, bolo y sin pisto. Algo fachoso, con aliento a licor, trastrabillando y sobre todo más encendido que la media, desencaja con el cuadro de la reunión y generalmente quiere imponer sus gustos musicales, el tema y ritmo de la conversación y hasta termina peleando con los que no le dan la razón. Como los demás no están en sintonía, no falta quién se sienta incómodo con su presencia. Un agravante de esta pasada es cuando además de todo, llega acompañado de ciertos sujetos que al parecer no han comido en años ni bebido en siglos.

Es muy frecuente también ver a la típica pareja que ya algo entonada empieza a pelear. Cada trago es un trapito al sol que se saca frente a la mirada atónita de la muchachada. Estos bolos claveros son más incomprensibles cuando al otro día andan de besos y abrazos por la calle, habiendo dejado nomás la incomodidad del momento. Obviamente, este tipo de clavos puede llegar a situaciones extremas de violencia, pero eso será abordado en otro número de esta columna, cuando se traten los efectos sociales del tapis.

También se ha visto al típico bolo malataza (que para nosotros es sinónimo de clavero), que siendo invitado a pasar un ameno rato en casa de una vieja amistad, se acomoda, se apropia de las instalaciones y hasta dicta sus costumbres. Está el viejo pase del que termina devorando la despensa, la refrigeradora o la mismísima olla del caldo; la del que ya con sueño, se apropia de la cama del anfitrión; del que se siente parte de la familia y anda platicando por todos lados; del que empieza a hurgar hasta los más íntimos espacios de la vivienda y hasta la del que ya habituado se apresta a ser atendido durante la goma, para retirarse hasta el otro día, cuando ya se siente bien.

Otros bolos claveros son los que, en una mesa entre amigos, consumen al mismo ritmo que los demás y piden y piden más rondas, hasta que llega el momento de pagar: entonces resulta que se desaparecen momentánea… o definitivamente.

Es tanto, dice el mesero. Incluye lo que se llevó su amigo.

Total, que sin pena ni gloria, el clavero deja endeudados a sus compañeros mientras probablemente toma un taxi para llegar servido, sano y salvo a su casa.

Los que suscribimos estas líneas, nos hemos fijado que entre los más chavos, es muy común que suceda que a más de alguno lo llegan a traer desde su casa. Llega, por ejemplo, el padre algo enojado porque el hijo, sin avisar, agarró la fiesta. Con toda la autoridad del caso, se presenta al local, le pega una señora maltratada y finalmente se lo lleva, no sin antes insultar a los demás, por haber “incitado” a su hijo a tomar. Eso pasa comúnmente cuando se toma con patojos… aunque a los adultos también les pasa. “Allí viene tu mamá, vos”, le dice la bandada al fulano, ya canoso, cuando una mujer anciana entra al bar, con una cara que mezcla la aflicción y el enojo. En otras ocasiones a saber ni cómo se enteran del lugar de la parranda, pero la esposa o el esposo aparecen. Con evidente irritación, desde la puerta del local llaman al fiestero con las manos y cuando este se acerca, le exigen una retirada inmediata. Sin embargo, necia que es la gente, está el que no contento con tremendo espectáculo, queriendo quedar bien con todos, todavía quiere que su pareja se quede a “compartir” con sus amigos, perjurando que será “apenas un ratito”. Lo que este ingenuo desconoce es que finalmente, incomoda más a la pareja e interrumpe el ritmo de la plática en la mesa.

Con el estómago revuelto, despeinado, ojos rojos, sin pisto, sin su mochila y algo confundido, aparece la imagen del bolo que retoma un mínimo de consciencia. Todavía algo ebrio, recuerda haber maltratado a fulano y a zutano, presiente que en su casa va a tener problemas, se arrepiente de las siempre inoportunas llamadas telefónicas que hizo -aunque no recuerde a detalle lo que dijo- y se avergüenza por las veces que se cayó… por lo que empieza a gritar a sus amigos: “yo no quería tomar, para qué me trajeron”.

Y hablando de llamadas innecesarias, aparecen los clavos derivados de las nuevas tecnologías de comunicación. Llamadas a dishoras diciendo cosas incoherentes e importunas, a través de mensajes privados -en el mejor de los casos- o mediante publicaciones comprometedoras en las redes sociales, al bolo no le bastará la presencia física de sus compañeros de farra; también querrá sentirse conectado con el mundo, particularmente con esa persona que le gusta o con la que anda enemistado. Ya se imaginarán ustedes cuántos disparates puede alguien decir en semejante estado…

No puede faltar el bolo inquieto que tan pronto como tiene oportunidad, va a merodear a otras mesas para entablar conversaciones para las cuales no ha sido llamado… y para las cuales no es bienvenido. Sea porque le gusta alguien de la mesa, porque oyó un tema de conversación que le interesa o ya así de perdida porque se confunde, este tipo de clavos concluyen con indirectas de expulsión. Si ni así entiende, la bronca puede ponerse muy fea.

Para terminar esta entrega, nos veremos en la necesidad de poner en evidencia a aquéllos amantes del tapis que ya entrados en tragos se liberan de toda responsabilidad presente y futura. Unos, suben -o aparecen etiquetados en- fotos comprometedoras en las redes sociales, aunque de hecho hayan informado al amigo, al jefe, a la esposa o al hijo, que se encontraban sin señal en medio de una urgentísima reunión de trabajo. Otros, peor aún, aparecen resucitados tres días después, cuando al fin se dejan ver en su casa o en su trabajo: algo bronceados, con un par de raspones, medio temblorosos y algo “malitos” del estómago. ¡Vaya si no son clavos esos!


Juan Pablo Muñoz Elías (Guatemala, 1980) Estudiante. Platicador. Bohemio. Amigo. Humano al fin.

No hay bolo que nunca haya hecho clavos ni el más clavero que de vez en cuando no se haya sabido comportar.

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