Por Raquel Miguel
Madrid
Agencia/dpa

Una de las obras más provocadoras de esta 35 edición de la feria de arte contemporáneo ARCOmadrid es de carne y hueso: la venezolana Erika Ordosgoitti trae a la capital española su descarnada desnudez en el marco de la sección Solo Projets, dedicada íntegramente a mostrar el trabajo más experimental de 18 artistas latinoamericanos.

Artista visual y poeta, como se define a sí misma, la joven venezolana (1980) es conocida en su país por hacer «fotoasaltos» a museos, en los que posa desnuda junto a una obra antes de desaparecer corriendo, provocando admiración y rechazo a partes iguales y que le han valido incluso numerosas amenazas.

También desnuda hace sus performance inmortalizadas en dos trabajos grabados en las calles de Caracas y un barrio de prostitución en Bogotá en los que recita su poesía desgarrada que habla de carne, sangre, violencia y sexo.

La argentina Mercedes Azpilicueta (1981), afincada en Ámsterdam, propone también «sacar al animal que el ser humano lleva dentro», como explica a dpa, con su performance «Deporte y pasatiempos», centrado en la competición y la guerra a partir del atletismo y el deporte.

Ambas actúan desde un escenario, en un intento de «introducir estructuras más complejas de presentación artística en el ámbito del mercado», explica la comisaria mexicana Lucía Sanromán, una de las directoras de este programa en la feria. También el argentino Carlos Ginzburg (1946) se pasea por la feria con un cartel definiéndose como «Terro.tu.rista» para explicar sus viajes de los años 70 y 80 realizados como «turista camuflado».

Otro tipo de actuación, pero esta vez plasmada en fotografía o video, guía las propuestas del mexicano Mauricio Limón (1979), que crea un proceso participativo en la calle y convierte a un vendedor ambulante en el protagonista de su obra; del chileno Carlos Leppe (1952, recientemente fallecido), o del argentino Alberto Greco (1931), que lleva a ARCO la fotografía de la primera performance realizada en Buenos Aires en 1961.

Interesada en la vertiente de la performance social y colectiva, la curadora Sanromán reflexiona sobre la utilización del teatro cuando entra en el ámbito del público y recuerda la polémica surgida recientemente en España con un grupo de titiriteros, investigados por apología del terrorismo por un cartel mostrado en su obra.

«Vemos cómo el teatro se confunde a veces con la vida diaria trascendiendo incluso a la política», señala la mexicana, que traza similitudes con la obra que propone el colombiano Marcos Ávila Forero (1983) sobre el conflicto armado en Colombia a partir de fotografías realizadas con cámaras gigantes que acaban convirtiendo la realidad en teatro.

Todos ellos se enmarcan en uno de los ejes temáticos de este programa latinoamericano construido en torno al leitmotiv «El arte en la intersección con el tiempo», en el que se explora también la relación del arte con el teatro y las relaciones escénicas.

Así, la chilena Patricia Domínguez (1984) une biombos propios del escenario teatral con un video que gira en torno a la figura del caballo como símbolo de colonización: «colonización española a Latinoamérica y colonización de lo digital y del mercado sobre lo vivo», lanzando un grito por la «descolonización del cuerpo del capitalismo imperante».

También irreverente es la performance «Afterword» del ecuatoriano Óscar Santillán (1980), que tomando como punto de partida la máquina de escribir con la que se hizo Nietzsche para escribir sus obras y robando un pedacito de un manuscrito original, cierra el círculo con el baile de un psíquico que asegura estar poseído por el filósofo alemán. «Busco conectar el pensamiento latinoamericano con la historia europea (…) no me interesa la crítica ni el retrato político», cuenta a dpa.

Sí les interesa a algunos de los artistas que trabajan en torno al otro lema del programa latinoamericano: «La subversión por el camino del humor». Es el caso del argentino Luis Pazos (1947) con su «Proyecto de solución para el problema del hambre en los países pobres», en el que presenta un montón de paja envuelta atada con una cinta de regalo, presentada en Argentina en 1972, o sus fotografías costumbristas en las que los personajes aparecen con máscaras en «La cultura de la felicitad», burlándose de la hipocresía durante la dictadura argentina.

«El humor es crucial como herramienta subversiva en condiciones en que no se pueden decir las cosas de otra manera (…) y demuestra los límites de nuestra tolerancia», señala Sanromán.

La elección del humor como forma de crítica velada a las instituciones responde a las condiciones de trabajo de muchos de estos artistas, algunos de los cuales trabajaron en las dictaduras del Cono Sur en los años 70, pero cobra actualidad a poco más de un año de los atentados contra la revista satírica francesa «Charlie Hebdo», apunta por su parte el director de ARCOmadrid, Carlos Urroz.

Ese humor más ácido y sardónico se complementa con otro más ligero, neutral, que permite enlazar con experiencias al margen de lo político, como el de la mexicana Mónica Espinosa (1977) o el argentino Miguel Mitlag (1969), mientras el cubano Tonel (1958) ofrece una versión humorística de la historia de Cuba y se atreve a documentar una carrera espacial cubana totalmente inventada, pero sin llegar a chocar con el régimen.

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