Por Paolo Guinea

Después de desayunar, Ana y yo nos disponemos a salir al mercado. Un tiempo antes, entrando la nueva mañana, -tipo 3:30 A.M.- el ruido de las cajas con legumbres sobando el piso de adoquín y las risas me despertaron. Pude escuchar también cómo dos indígenas (por sus voces sé que ya eran mayores) hablaban en algún idioma Maya, algo más parecido a un cortejo entre pájaros. La resonancia en sus tórax era un pequeño tambor, y sus lenguas, una especie de baqueta. Preparamos las bolsas y como pudimos logramos incorporarnos al enjambre –siempre he pensado que los seres humanos somos aquello que se le escapó a la naturaleza en su majestuosidad para los menesteres del balance-. Traté de no ahogarme, ni de hacer disociaciones por el tumulto –ese orden dentro de un caos profundo-. Entre pastas de dientes, juegos de cartas, cortaúñas, espejitos, casi toneladas de crema Nivea, fardos de baterías y de calzoncillos, entramos después al área de frutas y verduras. El mercado callejero de Tecpán nos abría sus puertas invisibles ante un sol que ya pegaba duro. En el puesto de papas criollas, -mientras hacía respiraciones para no desmayarme-, observé con detenimiento a un niño que jugada con la boca de una palangana, al chofer de camioneta extraurbana -¿en dónde realmente terminan ahora las ciudades? Me pregunto con frecuencia-, gritando CHIMAL, CHIMAL, CHIMAL, con potencia; mientras en el puesto contiguo -¿se le puede llamar puesto a un pedazo de nylon negro en el piso?- una niña muy pequeña se muestra famélica de atención por su atareada madre que atiende –con las garras de alguien que apenas sobrevive- su venta. Pensé por un momento en la vida próxima (la palabra futuro es muy pretenciosa por estos lares) de esa niña con ojos desorbitados, como con un aire, entre otro aire –una burbuja protectora-, que no permitía que el viento se la llevara. Se me comenzó a entumir la nuca y decidí inmediatamente trasladarme mentalmente a la película de Van Damme que lleva estampada de ¨reseña¨ un adolescente de pelos parados en su camisa negra. Escuchaba en su MP3 a La Arrolladora Banda El Limón, o a alguno de estos grupos, -todos son iguales-. Al mismo tiempo pasa alguien gritando con una bolsa muy grande entre las manos, sobre la Moringa, y su capacidad maravillosa de curar de un solo tiro a más de 300 enfermedades -¿qué estamos pagando para tantas? Me pregunto tratando de pasar saliva lentamente por la garganta-. Al fin logramos salir del ahogo; del avispero. Pasamos por un encargo casi olvidado frente al parque. Un hombre bastante gordo, grita a galillo despepitado (con Biblia en mano) –no sé sobre la palabra de qué Dios- estoy mareado-. Me aflige su profuso sudor, -su desconsuelo; pocas personas ¨escuchan¨ su catarsis extrema (pareciera una oda a la sordidez)-. Siento vahídos. Un par de mujeres con un traje espléndido de colores y bordados, se dicen al oído –yo logro escuchar por shute-: ¿ya viste a ese pobre hombre? ¡Mirale la garganta! ¡Parece que por ahí se la van a salir las verijas! Pude imaginarme a detalle la imagen. Tuve que parar y agarrarme de un poste. No vaya a ser que a mí también se me salgan, – me dije, aguantando todo aquello que me diferencia con una bolsa de plástico; flotando-.

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