Por Paolo Guinea

Salgo en bicicleta. Es muy temprano todavía, apenas amanece. Decido cambiar los lentes transparentes por los oscuros. Parto. Veo al mismo policía privado desayunando una sopa ¨Laky Men¨ y una bebida energética de envase gris. Metros después el chofer de la camioneta se cepilla los dientes en la calle y se enjuaga con una bolsa con agua pura; su ayudante orina en una llanta. Escucho «La tigresa del Norte» -así lo dice el locutor de la radio Éxitos-. Llego pronto al tráfico. Hay tanta moto en Guatemala como en Vietnam, -me digo- y después compruebo que también las películas y los documentales me han hecho saber que somos una pequeña China con el congestionamiento. Esquivo varias veces el peligro; muchos me avientan el carro. Hay una prisa y un frenesí, digno de un frenopático. La gente de a pie compra pan y bolsas con frituras. Bebidas de cola barata van en una de cada dos personas -en sus pequeñas manos-. Los niños tienen los ojos pegados; compungidos saben que son el futuro de la nación. No sé si me sofoco de pedalear o de pensar cuán cómodos nos sentimos en esa locura a la que llamamos «normalidad». Algo se me estruja; respiro -por algo hago ejercicio; dicen que después de los 40 años, si no te duele nada, es que estás muerto-. Sé que muchos le huyen con pavor a la idea de enloquecer, y esa idea es de por sí, una locura profunda -un ancla del tamaño de un centro comercial; incluyendo el peso de toda la mercancía y publicidad que nos dejó la reciente Navidad-. El tiempo no se dilata; tantas son sus contracciones que podría jurar que vivimos en la época del Parkinson social. Regreso con congoja, juro y perjuro ya no tomar esa ruta, luego sé que cada día me quedan menos, y que levantarme más temprano está más cerca del suicidio lento. Paso otra vez por la parada de buses. Miro en una esquina al joven charamilero que intentó dejarle flores a Baldetti cuando estuvo en el Hospital Militar. Alzo la mano y del grito: órale Chero! Ayayayayyyy! Chuchita flaca, me responde. Pienso. ¿Estoy soñando?

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