Por Leonel Juracán

Como siempre se ha dicho, toda obra literaria nace de la tradición. Aunque el autor lo haga en un acto de rebeldía, o un intento de contrariarla, por mucho que quienes escribimos nos envanezcamos de creadores, no podemos inventarnos las palabras. Aún César Vallejo, que mucho hizo a éste respecto, debe recordar lejanamente la fonética de los términos en uso.

¿Con qué, de otra manera podríamos dar sentido a nuestras palabras, sino apoyándonos en el significado que nuestros padres, vecinos, maestros y amigos nos hayan transmitido?

Claro, no es que sea imposible, pero romper con una tradición es siempre algo arriesgado, quien lo intenta, sabe muy bien que se juega la credibilidad, la honra y hasta la propia identidad. Es más fácil seguir el eslogan, parafrasear la frase melosa de la radio, y como quien no quiere la cosa, acercarse a la inclusión pública como la electricidad, por la vía de menos resistencia.

Sólo la tenacidad, la batalla continua y como alguna vez me hiciera ver mi maestro de música, la vocación para comer m…, salvan al heteróclita de caer en el vacío cuando ya se ha elegido estar al otro lado del margen.

Como es de esperarse, dicha conducta implica ser ninguneado, que la obra pase al olvido sin que muchos lo adviertan. A veces, con propuestas realmente innovadoras, que se adelantan a las formas estéticas por venir.

Quiero aquí, hacer cita de algunos libros escritos por mujeres que me han dejado ésa agradable sensación de riesgo, de rebeldía y seriedad, por si alguien pensaba que esos adjetivos no eran compatibles. El primero, es “Vigilia Blanca”, escrito por Romelia Alarcón Folgar. Un testimonio de amorosa espera que nunca cesa: Yo repaso los días como un abecedario/ para encontrar al fin/ la hora exacta/ con sesenta minutos floreciendo. / Y mi traje de fiesta/ con señales de luna en los encajes/ y en mi calzado/ arenas sin sonido del sendero.

Lejos de llegar a la desesperanza, o al lamento, la autora se vale del lenguaje, y continúa fantaseando, cada vez con mayor ahínco, y entonces deja de corresponder con las frases hechas y los lugares comunes: Ayer tenía/ ramajes bañados en pájaros/ para niños futuros/ y el viento traía las nubes en la mano/ a beber en la acequia/ con propósitos verdes.

Aunque pudiéranse encontrar fácilmente nexos con el modernismo, o el realismo mágico. Algo hay en ésas imágenes que no atino a situar como parte de la retórica acostumbrada en los poemas amorosos de mediados del siglo pasado: Las casa/ ondulaba/ en una zona lacuestre de vitrales/ a través de mis manos transparentes/ pobladas de llamas.// Los árboles/ cuajados en las yemas de los dedos (con teclados de pianos/ y balandros de vidrio/ van y vienen/ sin señales de viaje en los caminos.

Muy al contrario de otros poemas desamorados, que concluyen hablando con sarcasmo del pasado, o con una espiritualidad asumida, los poemas de Romelia Alarcón no “se hunden en el ensueño”, sino que arrastran la realidad hacia el mundo onírico:

Mis ojos-colibríes
van volando
en la piel de abanicos del instante
y un sonido golpea los cristales
de la ciudad oculta entre mis venas

La tarde
Se viste un chal de girasoles
Sobre todas sus naves inclinada
Y hay viñedos dorados
Comidos por los pájaros.

Bien advertía León Aguilera en el prólogo de “Vigilia Blanca”, que la crítica en su afán de clasificar y ordenar la creación literaria, muchas veces termina por perjudicarla. Y entonces acuden a mi mente los relatos de Ligia Escribá, otra autora que por ésta vía del ensueño, que algunos psicólogos calificarían seguramente de patológico, nos muestran una realidad absurda dolorosa, ante la cual los límites de la fantasía se atenúan, para finalmente aterrizar sobre objetos y situaciones que parecen sacadas de otra pesadilla. En 1984 publica su libro de relatos “Las Máquinas y Yo”, un conjunto de historias, que si bien hoy en día pudieran parecernos hilarantes. Traslucen el aislamiento y temor con que una mujer de áreas urbanas pudo vivir los años de represión desde su cotidianidad doméstica.

La Fuerza se debilitó de repente. Se detuvo la destrucción y el sufrimiento. El papel creyó que había sido escuchado. La razón fue otra. Se fundió un fusible y dejó sin energía eléctrica a los de la casa… el ventilador tuvo que detener su venganza hacia su insubordinado ejército y se olvidó por unos instantes de mí.

Yo no fui capaz de aprovechar la confusión para destruir la máquina ni a su ejército. Mi cuerpo estaba cansado y estrenaba incontables cicatrices; mis ideas se agitaban en mi cabeza como en una licuadora y no lograba detenerlas.

Una mujer, que se considera esclava de una máquina de escribir, debe enfrentarse a la lavadora, el tostador, la olla de presión, la aspiradora, el congelador. Pero no son simplemente electrodomésticos poseídos, sino que tienen un plan, una estrategia militar, quieren minar su psique, hacerla desistir, impedir que ella se les acerque, tienen un comandante, y sus ataques están temiblemente organizados.

Situaciones que son comunes a todas las generaciones crecidas bajo una dictadura, entre toques de queda y quedas advertencias. Gloria Hernández es otra de estas autoras cuya lucidez consiste en señalar los lapsus en el comportamiento. Su libro “Sin Señal de Perdón”, nos cuenta de una extraña iniciación en una mara compuesta por mujeres, que consiste en cortarle a sus adversarias la mano derecha, la jefa vengadora, resulta ser zurda. Muy probablemente, la crítica intente ubicar sus relatos entre la denuncia, pero es el tono personal e íntimo, lo que la aleja de los panfletos. Su relato “esquizo” es un ataque contra los cánones y quienes los aceptan. Un diario, relatado en primera persona por una esquizofrénica, nos dice claramente: Mis representaciones eran perfectas porque nadie se percataba dela farsa.

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