Por Carlos Gerardo González Orellana

Para Ana Asturias…

En un Honda blanco hiendo veloz la oscuridad a través de las montañas rocallosas llevando tras mis costillas un reptil hecho de esperanza y fuego.

Jorge Humberto Chávez. Te diría que fuéramos al río Bravo a llorar pero debes saber que ya no hay río ni llanto.

Compramos una hora de billar pero ya llevamos más de dos de estar jugando. Al dependiente parece no importarle. Estamos aburridos, pero es esto o el sol fuera del local. Solo nosotros estamos dentro y David ha ganado casi todas las partidas, como siempre. El pueblo se llama La Unión. Estamos cansados.
En el billar, que también es la cantina, venden una cerveza que no conocemos. Seguramente la traen de contrabando y a nosotros nos entusiasma esa idea. Llegamos al pueblo perdidos, como ratas huyendo del naufragio de un barco. Los cuatro hemos soñado, en algún momento de nuestra vida, con escribir. Pero la verdad es que ni siquiera somos malos escritores. Tal vez David lo sea. El mejor y más alto de los tres. El que siempre gana cuando jugamos billar o cartas o cuando hablamos de literatura. Sin embargo, según me dijo, es padre de dos niños y trabaja en un call center recibiendo quejas y maltratos con el tiempo limitado para orinar. Me dijo que lo hacía por sus hijos. Guarda, dentro de su bestialidad, una secreta humanidad.

Ahora han pasado tres días desde que llegamos, y la prisa con la que salimos de la capital desaparece cuando nos damos cuenta de que el objeto de nuestra búsqueda no está en La Unión. Marcelo, que es el más joven, insiste en que nos movamos. Que tomemos la carretera nuevamente y que nos vayamos al centro, hacia un lugar menos caluroso, pero ninguno de los cuatro está interesado. Hay de todo en La Unión, o más bien, la miseria y la falta de actividad nos ha contagiado de una parsimonia estúpida de la que, con el tiempo, comprendemos que jamás podremos salir. No hay que ser demasiado inteligente para notarlo. Basta ver las cervezas más o menos tibias sobre la barra del billar más o menos sucia y nuestros ojos más o menos vivos a las dos o tres de la tarde para saber que ese día tampoco nos moveremos de ahí. Basta dejar pasar uno o dos días para saber que estamos condenados a morir en este lugar.

Esta tarde, Raúl, que fue quien condujo durante el viaje, pasó media hora buscando la llave del Honda. Asegura que no están ni en su pantalón ni en el cuarto. Desde nuestra llegada, nunca nos hemos subido al auto ni lo hemos arrancado. Después de eso, David se puso furioso y nos pregunta ahora por el paradero de Marcelo. Pienso en la conclusión evidente sin decir nada, y sé que David y Raúl piensan lo mismo que yo: Marcelo se ha ido con el carro y, en lugar de sentir la desolación que sintieron los soldados de Cortés cuando quemaron las naves que representaban la única posibilidad de regresar, nosotros solo sentimos cierta forma de alivio. Es una especie de confirmación tácita de algo que ya habíamos aceptado desde que llegamos.
Marcelo y el Honda regresaron hoy, dos días después de su infructuosa partida. Por fin ha comprendido el significado de La Unión.

La ceremonia de cremación duró menos de lo que esperábamos. Una muchacha, hija de Rebeca y de alguno de nosotros, escribió un rótulo con cartulina: «QUEMAR LAS NAVES». Con la ayuda de nuestros compañeros de billar logramos subir el auto al promontorio de la vieja fuente que estaba en el parque. Raúl se encargó de llenar de gasolina el depósito en ruinas por el que antes circulaba agua. Marcelo no dice nada, guarda silencio con dignidad en el asiento del piloto. Al momento de encender el fósforo, los tres dudamos pero finalmente soy yo quien se acerca. Para asegurar que no se apague con la caída, enciendo toda la carterita y la echo en la fuente. Hay una pequeña explosión. Nadie la esperaba y los rostros se iluminan de pronto por la luz del incendio. Al sentir el calor Marcelo comienza a pedir que lo saquemos, como era de esperarse. Por fortuna, pierde rápido el conocimiento y al cabo de tres horas no queda nada de lo que del automóvil y de Marcelo podía ser consumido por el fuego.
En el billar, el dependiente nos espera con las cervezas servidas sobre la barra. Nunca fue un tipo hospitalario. De hecho, siempre nos trató con cierta hostilidad. A pesar de que tratamos de aparentar indiferencia, es posible que el resto de pobladores hayan notado nuestro abatimiento. Marcelo, el más joven de nosotros, había muerto sin publicar nada y sin que entendiéramos bien su muerte. Había sido el primero y, lo sabíamos, no el último que moriría al tratar de escapar de La Unión.

Antología

El cuento que presentamos en esta ocasión a nuestros lectores ganó el primer lugar del I Certamen de Cuentos El Palabrerista, ejecutado en el 2014 por el Proyecto editorial Los zopilotes.

Esta noche se llevará a cabo la primera presentación de una antología que lleva por título “Desde la caída del sol…”, en la cual se reúnen los mejores cuentos del certamen. La cita es a partir de las 19:00 horas en La Casa del Río (Calle del Hno. Pedro, prolongación #6, Antigua Guatemala | Más información al teléfono 7832 5438

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