Por Valerie Hamilton
Los Ángeles
Agencia/dpa

Junípero Serra nació en la isla española de Mallorca, pero el padre misionero del siglo XVIII murió muy lejos de casa, en California, estado del que se le considera padre fundador y donde hoy sigue siendo una figura controvertida.

Su legado, guste o no guste, cambió la historia de Norteamérica y le valdrá para que hoy el papa Francisco lo canonice en una ceremonia en Washington.

Serra fue un joven estudioso educado por los monjes franciscanos, a los que se unió con 16 años. Sobresalió en lo académico y a los 26 ya era un popular profesor de Filosofía.

Pero Serra soñaba con aventuras: con predicar el evangelio a gente que no había visto nunca y en una tierra que estaba apenas siendo explorada por los colonizadores europeos.

«Entonces no había superhéroes», dijo a dpa Steven Hackel, historiador de la Universidad de California Riverside y autor de la biografía de Serra. «En la vida de Serra, los superhéroes eran los misioneros y viceversa».

En el siglo XVIII, España había establecido su dominio sobre el vasto imperio de las Américas construyendo ciudades, caminos, puertos y rutas de comercio supervisadas por los virreyes coloniales.

El sistema de misiones avanzadas jugó un papel político importante al poner a los pueblos existentes de la región bajo dominio español y cristiano.

En 1749, a los 36 años, Serra pisó el Nuevo Mundo y ya no regresó nunca a España. Pasó ocho años en Ciudad de México, luego ocho entre los pueblos indígenas en las remotas montañas de Sierra Gorda. En 1767, la corona española expulsó a los misioneros jesuitas de la península de Baja California y los reemplazó por los franciscanos, liderados por Serra.

En California, Junípero Serra encontró su vocación, la fuente tanto de su legado como de la moderna controversia que lo rodea.

El español lideró una expansión histórica del imperio hacia el norte desde la Baja California destacando como un administrador sobresaliente y un explorador intrépido que amaba el trabajo de campo.

Comenzó en 1769 con el establecimiento de la misión de San Diego, fundó otras ocho en la costa hacia el norte, hasta San Francisco, en los 15 años siguientes preparando así el terreno para la colonización de la región.

«California es mi vida», escribió una vez. «Y ahí espero morir». Lo hizo el 28 de agosto de 1784 con 70 años en una cama en su misión de Carmel, en California, estado que ahora lo honra como padre fundador.

Pero su fe en el sistema de misiones -incluido el castigo corporal para los indígenas que desobedecían a los padres misioneros- y su complicidad con la colonización se han convertido en un asunto cada vez más controvertido conforme la Historia revisita la conquista europea y se aproxima la canonización de mañana miércoles en Washington.

Por otro lado, hay historiadores que están de acuerdo en que creen que Serra estaba haciendo lo que pensaba que era mejor para los indígenas al compartir su profunda fe cristiana.

Serra intervino en nombre de los indígenas con las autoridades coloniales y presentó un documento de derechos que fue aprobado y medió también por los líderes de una rebelión contra la misión de San Diego al pedir al virrey que les salvara la vida.

Pero igualmente fue un hombre de su tiempo que creía que los indígenas eran menos personas que los europeos y que era correcto golpearlos por desobediencia del mismo modo que los padres pegaban a los niños.

Algunos creen que Serra tiene responsabilidad en las consecuencias del sistema de misiones: la aniquilación de la cultura y de las vidas indígenas bajo la colonización.

Las autoridades católicas han evitado las controversias y se han centrado en su fe y en su entusiasmo misionero. La canonización es «una afirmación de parte de la Iglesia católica de que un individuo está en el cielo», según la web que la Archidiócesis de Los Ángeles mantiene sobre Serra.

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