Por Danilo Lara

Cuando está bolo, mi papá se pone cursi. Te mira directo a los ojos, con esa mirada apagada de los bolos, y te dice: mijito, decime la verdá ¿vos creés que yo he sido un padre pura mierda? No, papa, vos has sido re buen padre. Gracias, mijo. Mirá, yo me he fajado por ustedes, por vos, tus hermanitas y tu mamá. Gracias, papa. He luchado, pero estoy viejo y cansado. No estás viejo, te ves bien todavía. Yo los quiero, hijito, sépanlo.
Mientras haya alcohol en su cuerpo, mi padre te va a hablar como si estuviera a punto de abandonar el mundo.
Pasé por él a una fiesta de ingenieros, en donde se echó varios whiskeys. Comemos pizza en un restaurante de Vista Hermosa y he logrado mantener a raya su cursilería etílica promoviendo temas triviales, como el próximo partido del Barça o ese ruido mero feo que ha estado haciendo el carro.
Funcionó, hasta que un mesero pasó al lado nuestro llevando una copa de helado y entonces mi papá dijo: puchis, qué heladón ese, mirá.
Shht, papa, dicen que Neymar está lesionado y no va a jugar el domingo… y el Valencia tiene buena defensa… y el Real va con el Dépor… papa, a ver si no son candelas ese ruido del carro –le decía desesperado, tratando de evitar que su Hulk cursi se despertara con la fuerza radioactiva de mil personajes de La Rosa de Guadalupe.
Mijo, ¿vos sabés por qué a mí me gustan tanto los helados? Te voy a contar –era demasiado tarde, la HISTORIA CURSI DEL HELADO era inminente.
De chavito, todos los sábados mi papá acompañaba a su padrino al chance. Su padrino, quien ahora está muerto y en cuyo funeral estuve hace unos quince años, era mesero en un centro de diversiones de la zona 4 que se llamaba Boliches Bel. Durante el turno de mediodía, él llevaba hamburguesas y milkshakes a los ciudadanos pudientes que se deleitaban jugando boliche. Mientras, mi papá hacía sus tareas.
El sábado del incidente, el mánager de Boliches Bel pidió a uno de los meseros que llevara una majestuosa copa de helado de tres bolas y crema batida “al muchachito que está allá”. El mesero caminó en dirección a mi papá, quien creyó que era un regalo de su padrino por levantarse temprano, hacer tareas y no estar chingando.
Pero el helado no era para mi papá.
Me temblaban las canillas de la emoción, ya me hacía con mi helado, púchica qué lujo. ¿Y entonces qué pasó, papa? El mánager ese, un tipo corrientón, le dice al mesero “no vos, no es para él, es para el muchachito de allá” y qué si era para alguien más, para un patojo canche. Qué feo has de haber sentido, papa. Me sentí hecho lata, mijo, esas cosas duelen –me dice con los ojos ya hinchados, mientras busca en el menú la página de postres.
La historia la he oído muchas veces, mi papá nos la cuenta desde que éramos niños. A mis hermanas y a mí nos hacía llorar. Terminábamos abrazándolo, prometiéndole que cuando fuéramos adultos con trabajos, nos aseguraríamos de que se comiera un helado siempre que quisiera.
Pero, como cualquier persona familiarizada con el término “diabetes” sabe, esa no era una promesa inteligente. Además, a estas alturas mi papá se ha comido un chingo de helados. Y pensándolo bien, todo lo que le pasó fue que le hicieron creer que un helado era de él, cuando en realidad era de un niño canche. Tampoco es que le hubiera tocado vivir en un campo de concentración nazi. O peor aún, en un campo de concentración nazi en donde simularan llevarle helados para después dárselos a otros niños que son arios.
En mi aburrimiento producido por el relato, pienso que entre más viejo se haga mi papá, más me lo va a contar. Eso hacen los ancianos. Cuando tenga 80 va a contármelo todos los días. A los 90, cada media hora. Y si pasa los cien, mi padre se comunicará exclusivamente en historia del helado.
Yo no quiero eso. Debo hacer algo para evitarlo. PUEDO HACER ALGO PARA EVITARLO.
Como viajar en el tiempo.
Resulta que, años atrás, colaboré con una ONG que trabaja en comunidades indígenas. Allí me hice amigo de un sacerdote maya, que además es dueño de profundos conocimientos en el campo de la física, y él me enseñó cómo viajar en el tiempo. El proceso es demasiado complejo para explicar en papel. Además, si lo comparto aquí, nadie seguiría leyendo. Todos estarían ocupados comiendo mojarras con Jesucristo, jugando con dinosaurios, o si son gente materialista que ama el dinero, apostándole todo su dinero a Grecia en la Eurocopa del dos mil cuatro.
Lo importante es que el viaje en el tiempo funciona. No sé si a un nivel corpóreo, neuronal o espiritual. Pero se siente genuino. Uno puede ver el pasado, interactuar con él, incluso modificarlo. Claro que no es nada recomendable ponerse a manosear el tejido del tiempo –me lo advirtió el físico y a la vez sacerdote.
Pero estoy dispuesto a correr el riesgo. Mirando a mi papá expresar de nuevo el shock de ver el postre de sus sueños escapársele, para complacencia de un niño riquillo y canche, me decido a regresar a los años sesenta para acabar de raíz con la anécdota del helado. Doy una mordida a mi hawaiana, cierro los ojos, inhalo enviando una descarga subatómica a mi área de Broca y repito en voz alta la combinación secreta de palabras mayas.
A continuación, un espasmo caliente seguido por una lluvia de taquiones.

Cuando abrí los ojos, estaba parado sobre el piso ajedrezado bien pulido de Boliches Bel y era el año 67. Los oídos se me taparon atravesando el ochenta y cuatro, así que me tomó algunos segundos poder escuchar a la gente reír, a Los Brincos cantar por las bocinas y a las bolas arrastrarse y somatar los pinos.
Maravillado, repasé la escena. Allí estaba el padrino, el mismo que me ahuevó cuando lo vi metido en una caja, luego de que la noche anterior su moto se estrellara contra una Milagro 21. Ahora aquí, fresco, sonriente y definitivamente vivo, colocaba un plato de nachos sobre una mesa rodeada de adolescentes. Del otro lado, un niño canche jugaba boliche como un idiota, tirando la pelota afuera de la línea, mientras le alegaba a su mamá por su propia ineptitud.
Al mismo tiempo, un mesero de corbatín rojo caminaba en mi dirección sosteniendo una enorme copa de helado.
Me volteé de inmediato. Detrás de mí, sentado en un banquito frente a la barra, un niño flaco y moreno empujaba su cuaderno para hacerle espacio al helado, al que veía con fascinación, como si estuviera viendo a una estrella de fuego brotar del mar siendo acarreada por mujeres desnudas que cabalgan delfines con alas.
Su felicidad me invadió. Hasta que recordé que todo estaba destinado a chingarse.
A espaldas del mesero, un hombrecito de cara chupada dejaba escapar de su boca las palabras “no vos, no es para…”.
Corrí e impacté el rostro del hombrecito con mi puño, callando su boca. La colisión fue tan fuerte, que lo hice descender hasta la pista y se tropezó con las bolas de boliche. Por supuesto, todos se alebrestaron armando un escándalo. Me encontré acorralado entre la clientela, los meseros y el mánager, que desde el suelo vociferaba groserías, conforme intentaba sacudirse la sangre de la cara, haciendo que se le regara más. También arribaron a la escena dos guardias de seguridad.
Lejos del torrente de ojos que se clavaban en mí, divisé a mi papá en la barra. Me miraba confundido, lleno de angustia. Mientras, la copa de helado permanecía sobre la bandeja en la palma del mesero, detenida en el tiempo. A medio camino entre el flaquito de la barra y el niño canche.
No voy a fallarte, papa –me dije en voz baja.
Entonces saqué un iPhone 6 de la bolsa de mi pantalón y lo levanté para que todos los presentes pudieran verlo.
Una vez se callaron, hablé con voz llena de autoridad: bueno, cerotes, lo que están mirando es una bomba, la cual no tengo ningún reparo en hacer detonar. Yo sé que nunca habían visto algo así. Eso es porque son bombas hechas por los rusos. ¿Han escuchado sobre los rusos, malditos? Pues LOS RUSOS son mis amigos, están bien locos y esto que sostengo es la prueba. Así que ahorita se van a tirar al suelo con sus manos extendidas, y si valoran sus vidas, hijos de la gran puta, no van a tratar de hacerse los héroes. Porque si no (le doy play a una rola de dubstep)… ¿Escuchan eso? ¿Saben qué es ese ruido demente? Pues esa es la marcha de La Desolación, la sinfonía infernal que anuncia que el RECOLECTOR DE ALMAS está cerca. Así que no intenten ninguna mierda estúpida o todos vamos a volar en pedazos. Polis, arrojen sus armas al piso y deslícenlas hacia mí. Así me gusta, cooperando. Ahora, despacito, como si estuvieran haciendo una de esas coreografías de las bodas, van a ir bajando al suelo con sus manitas extendidas. ¡Hey, hey, hey! –le hablo al mesero con la copa de helado. Vos no, vos caminá hacia la barra y llevale ese maravilloso helado de tres bolas al niño flaquito que está haciendo su tarea.
El hombre camina con obediencia y luego acomoda el helado en el espacio que mi papá había reservado en la barra.
Ya, señor –me dice el mesero.
¿Todo bien con tu orden, mijo? –le pregunto a mi papá.
– Sí, señor, muchas gracias.
En una de las mesas, miro un paquete de galletas ya abierto.
– ¿No te gustaría acompañar tu helado con galletas?
– Vaya, don. Si no es molestia.
Entre el mar de cuerpos tendidos, algunos temblorosos, me dirijo a un niño que no tiene idea de lo que está sucediendo: shht, canche, levantate y llevale esas galletas que tenés allí al patojito de la barra.
En lugar de seguir mis órdenes, como debería, el canchito se voltea hacia su mamá para reclamarle: mama, pero son mis galletas y yo no se las quiero dar a ese niño. La mamá le grita: cállese, Óscar, hágale caso al señor, de ahí le voy a comprar todas las galletas que quiera pero ahorita hay que hacer lo que él diga.
De mala gana y arrastrando los pies fue hasta la barra e hizo entrega a mi papá de un montón de galletas de vainilla, algunas ya despozoladas. Mi papá agradeció y el canchito regresó corriendo a tirarse al suelo.
Agitando mi iPhone como si fuera una bandera de la muerte, volví a gritar: han sido muy cooperativos, he decidido que merecen vivir (varias personas suspiran). Así que vamos a esperar tranquilos a que el niño termine de disfrutar su helado y después voy a salir por la puerta. Al final, ustedes se van a levantar y a hacer de cuenta que nunca me vieron.
Durante los siguientes minutos, nadie dijo nada. Yo solo me quedé parado, contemplando cómo mi papá se embriagaba de helado con delirio absoluto. Cuando dio el último lengüetazo a la chuchara, y no quedó más que una copa vacía y unos pushitos de galleta, mi papá me dijo: ya terminé, señor, estaba bien rico.
Vaya, papito, qué bueno que te gustó. Eso es por haberte levantado temprano y hacer tus tareas –le dije con sinceridad. Después caminé hacia la puerta, salí y crucé el parqueo hasta encontrarme de frente a una sexta avenida con poquísimo tráfico. Respiré con alivio, cerré los ojos, susurré las palabras mayas correspondientes y abandoné el 67.

A mi regreso la pizza seguía caliente. Mi papá no estaba hablando de nada y parecía menos ebrio que como lo dejé. Para mi tranquilidad, el mundo se veía igual.
Fui al baño. Mientras me bajaba el zipper noté que algo frío y pesado colgaba de mi cintura. Al volver, mi papá terminaba de hablar por teléfono. Me hizo señas para que saliéramos del restaurante de inmediato. Afuera le pregunté trastornado: óigame, papá, usted podría explicarme por qué yo tengo está pistola aquí. Me miró extrañado y respondió: puta, vos, ¿Y no es La Coqueta, pues? Vos nunca salís sin La Coqueta. Mientras trataba de encontrar nuestro Corollita, un hombre también armado, con botas vaqueras, corte militar y un par de dientes de oro, me apuraba para que entrara al asiento trasero de un picopón RAM. Quietico, hermano, déjese de jaloneos que yo a usted no lo conozco –le anuncié, molesto. Mi papá se subió y me gritó que me dejara de mierdas y entrara.
– ¿Qué tenés, vos, que andás preguntándome babosadas y peleando con El Zope? Vivo que me acaban de avisar que la entrega salió mal y ahoritita nos quieren echar tierra, mijo. Por eso nos vamos de regreso a la hacienda.
– No tranquilo, papa, pachito. Usted sabe que yo a usted nunca le he fallado en estas ¿cierto?
Mi papá asintió con la cabeza.
Cruzábamos la ciudad a 160 kilómetros por hora. Le pedí disculpas al Zope por mi comportamiento previo, usando el mismo dialecto de personaje de telenovela colombiana que, por alguna razón y en algún momento de mi vida que no recuerdo, había adoptado.
Con mucha pena, notando la evidente tensión en la cara de mi viejo, decidí inquietarlo por última vez: mire papa, usted piensa que estoy hablando bobadas y yo no quiero inquietarlo, menos ahorita que usted anda con sus chorros encima, pero quería que me dijera, con toda sinceridá, si nosotros lo que somos es narcotraficantes, pues. Mi papá, El Zope y un morenazo con sombrero, que iba de copiloto, se echaron a reír. Entonces supe que sí, que éramos narcos.
Zope, agarrá por la 16, me afigura que por la 14 anda rondando la gente de Gamaliel y están con ganas de dar plomo –ordenó mi padre.
Entre la náusea que me provocaban las aceleraciones dementes del Zope y una pizza digerida a medias, traté de concentrarme. Me desaté a La Coqueta, cerré los ojos e intenté recordar el ritual secreto.
Necesitaba volver al pasado y arreglarlo. Escarbé en mi memoria buscando las palabras que me enseñó el físico sacerdote, pero las palabras no estaban ahí. En mi mente solo había modelos de armas de fuego, letras de canciones de bachata y el recuerdo de las nalgas de una prostituta panameña que me cogí anoche en la piscina y estuvo bien bacano.


Danilo Lara (1982). Danilo solo puede escribir si es con el corazón en la mano. De hecho, descubrió cómo escribir cuando sostuvo en su mano, por primera vez, el corazón del lagarto que derrotó en el pantano. El corazón es su tótem. Danilo es artista visual y escribe comedia.

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