Por Camilo Villatoro

“La emboscada estaba preparada. Los ladridos de los perros se oían todavía, con todo y que los habían matado para que no alertaran a los enemigos…” Solíamos quedarnos dormidos escuchando estos relatos casi con indiferencia, emocionándonos de cuando en cuando en ciertos pasajes dramáticos, a veces terribles descripciones de los disparos de las ametralladoras. No se les podía pedir más empatía a seres tan inocentes; nuestra única preocupación era el juego, ocasionalmente el descanso.

Hablo por todos: éramos felices, mucho más cuando enterrábamos juguetes en el patio de la escuela. Los muchachos mayores pasaban todo el día, todos los días, fuera de casa. Seguramente se divertían tanto como nosotros pero a su manera. Algunos dormían en la calle, pero ni bien los papás lograban encontrarlos a eso de la madrugada, los levantaban de las aceras, les daban un beso largo en la frente, y los regresaban a sus respectivas casas.

Amábamos a nuestros padres, no sé bien por qué, quizás los veíamos muy poco. Cuando volvían de sus jornadas, corríamos a abrazarlos como si se hubieran ausentado muchos años. Al fin nada tenía mucho sentido, y los relojes y calendarios cumplían funciones más bien ornamentales. Cuando nos mandaban a dormir, les pedíamos que nos leyeran cuentos, pero en cambio nos contaban historias reales, según ellos. Creímos que habían olvidado cómo leer, pero sus historias estaban cargadas de ficción y nunca echamos en falta tal carencia; a esas alturas del partido la vergüenza ajena no hallaba lugar en nuestro mundo. En la mañana, como era costumbre, encontrábamos el desayuno servido, y alguna nota breve acompañada a veces de caramelos, a veces de juguetes miniatura.

Pero había días largos como inviernos en que nos aburríamos de tanto jugar fuera de casa. Entonces regresábamos temprano para esperar a nuestros padres hasta quedarnos dormidos, mientras los adolescentes continuaban inundando los parques, armando espontáneamente corros colosales. Algunos de ellos se tiraban al césped para besarse como por besar, cual si no importara a quien. Pero los pequeños no comprendíamos el valor de esos actos, nos parecían mecánicos y para nuestro gusto demasiado rituales, de acuerdo a una lógica muy nuestra en la que el juego era una profesión donde no se podía jugar siempre a lo mismo, o con las mismas gentes.

Por ejemplo, si de jugar a los espías se trataba, lo más probable era que el espía, o topo despreciable, como le decíamos, no sobreviviera al interrogatorio, a no ser que el mamífero lograse escapar de su cautiverio (consistente en una jaula para cacatúas o simplemente una lavadora) y nunca lo volviésemos a ver. Una lástima, porque a veces era gente que aportaba mucho al grupo, preparaba el café, servía champurradas, etc.

La ocasión del laboratorio de armamento bioquímico montado en el jardín de la escuela es particularmente memorable. Nunca jugábamos sin llenar algunos requisitos mínimos, tuvimos que incursionar ampliamente en la materia. Aprendimos, por ejemplo, que nuestros cuerpos son ecosistemas en sí mismos que no mueren con nosotros, puesto que a la naturaleza poco le importa el deceso de nuestras funciones cerebrales; uno simplemente vuelve al suelo convertido en las formas elementales de las que surge la vida, sin que nadie nos pregunte el tipo de gusanos que preferimos alimentar, destino compartido por un juguete enterrado en el patio, sin el factor gusano, por supuesto. Nuestro progreso fue notable y acelerado. Cuando dispusimos probar la primer bomba bacteriológica, cayó una ojiva nuclear justo a mitad del jardín. Al despertar, el mundo seguía igual que antes, tanto más radioactivo acaso.


Camilo Villatoro (1991-…) es un inocente cordero descarriado. Su sueño utópico (o ni tan utópico) es un buen día lograr defraudar a la SAT. No lo odien, podrían tener un hijo así.

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