por Camilo Villatoro
Hubo una vez, aunque por muy poco tiempo, un gobernante de cierto linaje sarcástico que para su desgracia ejerció poder en una época de neurosis desenfrenada y colectiva, fruto de la capacidad de los gobiernos anteriores de insatisfacer a las masas. Este testimonio no busca sino ilustrar cómo una serie de malestares bien concatenados terminan siendo cerilla de las hogueras más colosales.
Será ejecutado, conforme la ley —la Nueva Ley…—, cualquiera que intente hallar en este escrito conjeturas politológicas o profundas enseñanzas morales.
Como suele ocurrir, el desempeño de un funcionario, por nefasto que sea, pocas veces obliga a los afectados a decidir el magnicidio por decapitación con plena unanimidad. Pero María Antonieta dijo «que coman pasteles» cuando se le hizo notar la falta de pan en la dieta miserable del pueblo francés. Es harto obvio que un pueblo necesita gobernantes diplomáticos y cautelosos en sus comentarios para no sentir la necesidad de despertar sus más bajas pasiones en forma de una masa colérica armada con antorchas y hoces campesinas.
En fin… Nuestro gobernante no habló de panes, ni hizo comentario alguno que pudiera derivar en una psicosis popular alimenticia. Más bien pecó de tener todavía ciertas exaltaciones monárquicas que para nada venían al caso, ya que el ciudadano moderno, aun siendo obediente y maleable, no acepta ya reyes ni coronas, sino democracias representativas y elecciones, pues se ha demostrado fehacientemente que no hay forma más efectiva para la participación ciudadana en las tareas del Estado que depositar boletas en las urnas sagradas cada seis o cuatro años.
A la lejanía de los hechos todo esto resulta una conjunción de terribles malentendidos: el gobernante era un humorista devoto y el humor negro no podía faltar en tan elevados recintos gubernativos. Solía transportar a los funcionarios de su reino a la época de los castillos medievales, y se hacía nombrar según fuera el caso: magnánima excelencia, real alteza, solemne majestad, etcétera.
Pero a ninguno de los vasallos le cayó en gracia ese retroceso súbito a las instituciones de Antiguo Régimen, y los rumores de que en el castillo se estaba consolidando un poder absolutista no tardaron en esparcirse por las callejuelas del reino, donde los habitantes puros y modestos hacía tiempo que veían en el poder ejecutivo al representante de todas las desgracias terrenales.
Por una noche todos estuvieron de acuerdo. Las calles se encendieron con el júbilo propio de las fiestas religiosas, dispuestas para revivir un episodio de la historia en medio de la danza cadente de las llamas. Frente a un patíbulo improvisado por los carpinteros, siempre prestos a colaborar cuando se trata de dar rienda a la voluntad popular, nadie quiso escuchar el perdón que concedía el rey a sus súbditos infelices, convencido hasta las últimas de gobernar por derecho divino.
El tronco y las extremidades fueron incinerados. La cabeza adornó el pórtico de la catedral puesta en una pica. Serviría de ejemplo para los futuros funcionarios. Pese a todo el efímero rey tenía razón en una cosa: el país era un feudo; no gobernado por un rey absoluto, sino por una nobleza aristócrata que designaba a los aspirantes a «cabeza» de gobierno cada cuatro años, todos ellos electos por un pueblo amante de la democracia.