JUAN JOSÉ NARCISO CHÚA
No podían faltar los vendedores ambulantes de diversas baratijas, alimentos y chunches de todo tipo, con lo cual el espacio parecía un hervidero de llegadas y retiradas, de venidas e idas, de avances y retrocesos, que se confundían con los gritos de los ayudantes de buses y los mercaderes. Todo ello era una muestra de diversidad, de desorden, pero no se detenía en ningún momento, sino por los momentos cuando algunos transeúntes se subían a un bus o un taxi, pero llegaban otros y así el pequeño caos se mantenía, se alargaba, se llenaba a cada llegada, se vaciaba a cada ida, en fin su duración era corta pero otras personas se sumaban a la convergencia urbana de ese momento.
Sin embargo, si había una constante. En el primer instante no se podía percibir inmediatamente, pero después su presencia era inequívoca, era sensible, era sentida, era escuchada. Sí, era música o algo parecido que buscaba darle armonía a un pliego de sonidos que se buscaban articular para convertirlo en una melodía. No era fácil encontrar de dónde provenía, puesto que el desorden, el griterío, los ruidos de los motores impedían precisar un punto de origen claro, así que la única forma de determinar la fuente de una expresión del arte como es la música fue seguirla despacio, hasta llegar a su punto de salida.
Y ahí estaban. Eran dos personas. El primero era un adulto de tez morena, pelo lacio, de mediana estatura y se notaba que su piel estaba quemada por el sol, se evidenciaba en aquella textura que brillaba por lo tostado de la piel cuando se expone exageradamente al sol, su ropa era sencilla una playera café un tanto desteñida, un pantalón negro y zapatos desgastados. Él era quien tocaba la guitarra, ésta era de aquellas “hechizas”, pequeña, de alambre grueso de cable y no de las que son elásticas y suaves al posar los dedos, era café y la tocaba de una forma inusual, puesto que la sostenía en posición vertical. Al rasgar las cuerdas, conseguía obtener una lejana melodía que no se distinguía fácilmente, puesto que los acordes resultaban desafinados por las cuerdas y el cajón pequeño de la guitarra, pero conseguía establecer ciertos acordes gruesos y monótonos, para construir ciertos compases y ligeros ritmos confusos para terminar en notas armónicas pero atípicas.
La otra persona era una niña entrando en la adolescencia, tenía el pelo largo e hirsuto con manchas de flor dispersas en su cabellera. Su contextura era delgada y morena como el papá, pero para sus 13 o 14 años, era más alta que el progenitor, pero su delgadez mostraba las señas particulares de la desnutrición, pues en su piel morena se notaban manchas blancas que son propias de esa condición socioeconómica que en el país es de porcentajes elevados.
Más allá de ello, sus pies no vestían calzado, estaba completamente descalza y posaba sus pies sobre un espacio reducido en donde había tierra y buscaba alejarse del cemento. Su blusa era una de aquellas sin mangas de color fucsia, lo cual permitía destacar sus brazos delgados y largos que culminaban en manos de igual envergadura. Vestía un pantalón o licra pegado a su cuerpo, lo cual destacaba su delgadez, pero llegaba debajo de las rodillas, por lo cual también afinaba su estructura longuilínea. El instrumento que ella tocaba era también hechizo, se notaba metálico, cilíndrico y con ranuras sobre las cuales ella pasaba una lata y así acompañaba a su padre en esa melodía triste que buscaba ser alegre.
Ambos buscaban ensamblar acordes y sonidos para conseguir una melodía desconocida, unos girones de música robados a instrumentos improvisados, una conjunción de tonadas que buscaban armonizar, pero desentonaban; sin embargo, ahí estaban bajo el sol inclemente y únicamente intentando divertir, buscando que los peatones se apiaden de su esfuerzo, sin reparar en la congruencia musical, para ganarse unos centavos. Así seguían tocando el padre y la hija, moviéndose al ritmo de la cadencia musical que emanaban, luciendo su música y sus instrumentos, mostrando en conjunto su interés por ganarse la vida de una forma decente, pero dura. La música siguió en mis oídos, se mantuvo en el aire, se disipó en el viento, se escapó al cielo, se metió en los buses y taxis, su sonido era triste, socarrón, grave; parecía la melodía de la pobreza, la música de la tristeza, la armonía de la desigualdad y la expresión musical de la lucha por las oportunidades.
“Su blusa era una de aquellas sin mangas de color fucsia, lo cual permitía destacar sus brazos delgados y largos que culminaban en manos de igual envergadura.”