Carlos Butavand
En el año 1930, Miguel Ángel Asturias, traduce el Popol-Vuh de la versión francesa de Raynaud al castellano y escribe sus Leyendas de Guatemala. Casi veinte años después, en el año 1949, se publica en Buenos Aires los Hombres de maíz, novela emblemática del escritor guatemalteco. Indudablemente, los trabajos de Asturias inciden en la incorporación del apartado La serpiente emplumada del mito quiché en la primera obra del filósofo argentino Rodolfo Kusch titulada La seducción de la barbarie escrita en el año 1952 y publicada en Buenos Aires un año más tarde. Tanto en Asturias como en Kusch se advierte el ánimo de resaltar la escisión lacerante que la modernidad occidental con su monoglosia y con sus métodos ha inoculado en las culturas americanas que habían surgido al calor de otra cosmovisión. Si creemos que este hito es un simple acontecimiento histórico que completa el relato omnipresente, nos estamos privando de ensayar una lectura radical de las aristas que se observan tras los hechos y de las consecuencias que aún persisten y retornan como antiguos espectros resucitados bajo otras sutiles formalidades. Por eso es didáctico, dolorosamente didáctico, ahondar las premisas de estos dos geniales y originales pensadores de nuestras latitudes.
En primer lugar, ¿qué simboliza la serpiente emplumada? En segundo lugar, ¿qué relación tiene con el hombre de maíz?
Quetzalcóatl es la serpiente con plumas que tiene el rango de divinidad en la leyenda descrita por Asturias en su libro Leyendas de Guatemala. El ave descendía para ayudar a Tecún-Umán en la lucha contra el invasor Pedro Alvarado quien al fin mata al cacique, momento culminante en el que el ave deja de cantar para siempre aunque su lenguaje queda reducido a lo estético: la belleza de sus plumas turquesas habla con otra expresión.
Como ha de notarse, la dualidad marca el mito. Por un lado la relación dicotómica entre la serpiente y el ave; por el otro, el lenguaje: canto, luego silencio que se transmuta en belleza.
Parecería ser que la cultura maya se asentaba y remarcaba el signo dual con el que se manifestaba la realidad siendo quizás una de las características fundamentales de lo americano en disonancia con las manifestaciones occidentales que intentan superar, o bien aniquilar, los contrarios en vez de aunarlos en la aceptación conviviente.
Además, la cultura tolteca, a través de la figura de Quetzacóatl, referencia al semidios de la naturaleza y la vegetación que es quien gobierna y quien mejor representa las dos esferas humanas: la serpiente metaforizando su aspecto terreno y el ave su aspecto espiritual. Entonces América se debate a través de lo que nuestras culturas ancestrales nos han legado: aceptación de dualidades inconciliables.
Las cosmovisiones americanas, casi en su totalidad, así como ha ocurrido con la antigüedad griega clásica de donde hemos legado su filosofía, emergen a partir de una concepción dualista de la realidad como se puede apreciar en las figuras de Apolo y Dionisos, concepción que, a través de una cultura determinada por su locus, elige aniquilar los contrarios hasta su anulación por medio de la ciencia positiva en cambio de aceptarlos y hacerlos convivir. Y esta resolución ha sido distribuida por el mundo como resolución universal por lo que en América, probablemente, el sendero habría sido otro.
Y si a este diagnóstico filosófico le anexamos el peso específico que le adhirió el capitalismo con su cosmovisión utilitaria impostada sobre América, estamos ya en el derrotero que plantea Asturias en Hombres de maíz y Kusch en La seducción de la barbarie. Aquel “hombre de maíz” y aquella seducción de lo ancestral americano que experimenta el colonizador, también representa la contradicción, contradicción antagónica que occidente resuelve con el negocio y con la comercialización de las relaciones humanas.
Una conciencia escindida propia del hombre americano representa la forma paradigmática de una realidad que jamás alcanza la conciliación de los contrarios. No está en su naturaleza. Es un hecho espontáneo. El relato globalizador no acepta esta verdad rotunda entre sus posibilidades, es decir la tolerancia de lo contrario y la pervivencia de complementos antagónicos. Por eso el fruto de sus semillas es el individualismo y la intolerancia. Y si a esto sumamos la hibrides de una religiosidad mercantilista, derivamos en que toda expresión de la política y la ética queda deshumanizada.
El logos americano es el hermoso silencio estético del quetzal que configura el paisaje junto al diagrama vegetal. El árbol es el ser, reza Kusch; ¡Ave de sangre verde! ¡Árbol de sangre roja! escribe Asturias en sus Leyendas de Guatemala. La potente constitución vegetal de nuestro continente hace que frunzamos el seño ante los intentos antropocentristas de occidente. Todo es posible en el mito, no en la ciencia. Entonces explota y vuela por los aires la lógica de la afirmación en la que no se admite nada extraño a lo que sus categorías postulan. He de aquí terminología cargada de una tónica peyorativa: bárbaro, subdesarrollo, hediondez y retrazo.
Sin embargo, el destino americano parece detenido en la irresolución de una dicotomía. No sería nada si se dejara esa resolución en manos americanas, aplicando su cosmovisión sentimental a la vez que religiosa en la idealidad y la fe de sus propios sistemas éticos y políticos dentro los cuales el maíz es sagrado y no un gran negocio de multinacionales. El alimento que da el suelo americano debería ser sagrado para su gente, y tal vez lo sea; el problema surge cuando lo sagrado es ultrajado. Queda un pueblo confundido, resentido, y quebrado culturalmente. He de aquí, y no de otro lado, de donde proceden los permanentes fracasos políticos que se producen en América. Y si hay algún triunfo será pasajero pues los grandes buitres acechan sin descanso al Quetzal, al maíz y al árbol para volverlos a colocar en ese camino salvaje de injusticia y hambruna. Sólo nutriéndonos de nuestros grandes maestros podremos develar lo que yace oculto detrás de una realidad maquillada con ornamentos de consumo, velando por un hombre sin espíritu ni aliento.