Juan Manuel Castillo Zamora
Comunicador y periodista

¡Vaya! Ese olor que invade el ambiente trae consigo un sinfín de variopintas memorias: es la sonrisa de mi infancia, la pirotecnia secreta de mi adolescencia, la oración de la medianoche, el despertador de las doce en la navidad. Es también la añoranza del año viejo, el silbido del extinto canchinflín que se acompaña por el llanto de mí prima, víctima circunstancial de la pirotecnia.

Es diciembre y la ciudad de Guatemala irremediablemente huele a pólvora.  Por fortuna no hablo de la del mortal misil, sino de otra menos peligrosa, una que es lúdica, que se disfraza del abrazo fraterno, la que avisa que el nutrido, frondoso y colorido árbol, con raíces de papel estampado, pronto será saqueado por una estampida de sonrisas infantiles.

La pólvora a la que me refiero también es de oración, se acompaña de incienso, arrodilla a las familias y ve nacer a un niño que es luz, esperanza y gozo. Ese olor es mágico porque me transporta a otros tiempos, unos de permitida y alegre irresponsabilidad, de una profunda e inverosímil fantasía solamente comprendida desde una visión inocente y la pureza de corazón.

Son las 18 horas, las estrellitas chispean frente a la casa paterna, mientras el diablo arde. Todos le observamos sin morbo ni remordimientos. ¡Qué arda! Que las llamas le consuman, pues es señal inequívoca que las fiestas de fin de año han iniciado oficialmente.

Pero no lo vemos arder con indiferencia, le acompañamos con ponche, con pirotecnia, con volcancitos multicolor y tronadores. A los mayores no les hará falta un alipús, o dos, o más…

El tamal está servido, huele a aceituna, hoja mashan y a recado, pero también huele a pólvora recién quemada, porque es diciembre y en este mes la ciudad de Guatemala huele irremediablemente a lo mismo.

Ese olor, ese particular olor que se cuela en mis narinas, también trae consigo longevas y perennes añoranzas, es el recuerdo del abrazo, del beso, de la caricia y del regalo que se abre con inconmensurable ilusión.

El aroma a cuete también es el recuerdo de la fantasía heredada, de los días de espera, de la sala llena, de las luces que alumbran las bolas rojas del árbol, de la diminuta estrella de Belén colgada artesanalmente sobre el nacimiento, justo encima del malogrado pesebre.

Y de pronto tras sentir ese olor a cuete por fin, como cada diciembre, la veo a ella, en medio de la sala, con su cabello corto y sus labios carmín, con la mirada extraviada como quien se despide, como quien le da paso a su última navidad.

Es mi madre, este año ya no podrá bailar en la improvisada pista de la sala de la antañona casa de esquina, abraza sus muletas, aprieta sus manos y quién sabe qué le pide al niño nacido en Belén. Intuyo un poco de salud para el menor de los sus hijos o la aceptación del dolor de nosotros, los que sabemos que al siguiente año no estará.

Ojalá hubiera abrazado el dolor tras su partida, con la misma fe y entereza con la que ella abrazó su enfermedad. Han pasado ya muchas nochebuenas y otras no tan buenas desde que se fue, pero cada año ese olor a cuete me la devuelve, me regala un poco de su luz, del brillo incandescente de sus ojos puestos en el árbol, que tan feliz la hace.

Cada nochebuena, tras inhalar esas partículas de pólvora, su sonrisa, su fe y alegría me abraza y entonces me preguntó ¿Cómo no amar el olor a cuete? Si está en mi ADN, en mi la inocencia extraviada, en la fantasía que intento heredarle a sus nietas.

Es diciembre y esta ciudad huele a cuete y es la nostalgia que me envuelve pero también la prueba de que la tradición, la fantasía, la ilusión y la satisfacción de quemar cohetillos sigue intacta.

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