Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor

El niño, al nomás bajar del camión de mudanzas, nos dio la impresión de ser un canchinflín: inquieto, correlón y escurridizo; con sonrisa perenne y sin clausura pero algo fastidioso; hablaba de manera un poco disparatada sin parar de hacerlo.

—¿Cuántos años tenés? —preguntamos.

En lugar de contestar a nuestra interrogación, nos respondió de esta manera:

—Lo primero que se pregunta es el nombre, dice mi mamá.

—Entonces, ¿cuál es tu nombre?

—Tengo seis años. Soy Luis, pero me dicen Güicho.

Todos los niños del barrio, en torno al camión, observamos cómo bajaban los bártulos de la mudanza y los metían dentro de la casa recién pintada.

Luis, como si fuera viejo conocido de la cuadra, recorrió las casas y saludó a medio mundo. Los adultos comentaron: «qué niño tan simpático». Pero nosotros, los niños de la cuadra, dijimos: «qué latoso».

Poco rato después de llegado el camión, que se miraba un poco destartalado, arribó una camionetilla con casi toda la carrocería con sarna. Nuestra atención, sin movernos de donde estábamos, se centró en el vehículo recién llegado del cual, entre cuatro personas, bajaron a una señora muy envuelta en chamarras; nos pareció dormida.

Cuando no quedó nada en el camión y este se retiró en medio de una tremenda humazón, un señor gordo, malencarado y chaparro, se paró a media calle y gritó: «¡Güiiiiiiicho, para adentro!»

Vimos llegar a la puerta de su nueva casa, corriendo como si fuera el correcaminos, a Luis. Fue una impresión que tuvimos de manera simultánea porque, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo y ensayado con precisión, comenzamos a cantar: «Si estando en la carretera oyes un beep, beep, ten la seguridad que se trata de mí… beep, beep…»

—¡Para adentro! —remató el señor gordo, malencarado y chaparro.

—Sí, papá —respondió Luis.

Eso fue un día domingo de diciembre.

El lunes, al regresar de jugar futbol, nos encontramos a Luis en la calle; daba vueltas en su pequeña bicicleta. Al vernos, sentimos que el beep, beep llegaba a nosotros como tromba.

—¡Hola muchis! —dijo como si nos conociera de mucho antes.

—Hola —respondimos de manera seca.

Él, para contrastar nuestra poca amabilidad nos dijo, de sopetón:

—Mi papá dijo que esta navidad y año nuevo no me dará regalos.

—¿Por qué? —preguntamos con extrañeza, en parte para ceder un poco a nuestra tosquedad.

—Porque dice que ha gastado mucho en la enfermedad de mamá.

—¿Está enferma tu mamá?

—Sí; el doctor dice que está muy enferma. Y sí; sufre mucho.

Ese detalle, de fría ternura, nos hizo sentir simpatía por Luis. Días después lo integramos a todos nuestros juegos; a las conversaciones en los zaguanes de nuestras casas; a veces, su arribo sacudía nuestras modorras. Lejos de molestarnos sus disparates y plática licuada con jerigonza, nos divertía bastante.

Era jodón y aguantaba las bromas sin inmutarse.

Cuando íbamos a comprar helados, lo invitábamos; cualquier chuchería que adquiríamos, la compartíamos con él. Por sus ojos y sus gestos manifestaba sin proponérselo mucha ternura.

Luis se aquerenció con nosotros; por nuestro lado, en cualquier actividad que armábamos, lo incluíamos.

La tarde del 24 de diciembre, nos reunimos en uno de los zaguanes de la cuadra; hablábamos de los regalos que suponíamos nos iban a dar a medianoche. Cuando Luis se integró, cambiamos de tema. Lo invitamos para que, por la noche, se juntara con nosotros porque íbamos a quemar luces y cohetillos. Su cara le brilló de alegría y dijo, con la emoción saliéndole por los ojos, que estaría con nosotros.

A eso de las seis de la tarde nos reunimos en el zaguán de mi casa. Planificamos compartir con Luis nuestros cohetes, lucitas y todo lo que consiguiéramos; así, él se sentiría bien con nosotros. Días antes, todos platicamos con nuestros papás para que compraran algún regalito para Luis y esa noche pudiéramos entregárselo.

Entre todos, sin planearlo, nos pareció que la consigna era alegrarle la navidad a Luis.

Mi mamá se portó linda porque a cada rato nos ofreció refrescos, pastelitos, manzanas, uvas, nueves y un montón de golosinas. Estábamos felices. Solo extrañábamos a Luis porque, pasadas dos horas, no había llegado.

Como ir a tocar directamente a su casa nos daba un poco de temor porque el papá de Luis era el señor gordo, malencarado, chaparro y regañón que no nos inspiraba confianza, entonces, tomamos una decisión: todos los del grupo de la cuadra nos juntamos; fuimos a pararnos frente a la casa de nuestro amigo y, a una señal convenida, todos gritamos:

—¡Güicho, te estamos esperando!; ¡Güicho, te estamos esperando!

A las nueve de la noche estábamos un poco desconsolados porque no aparecía.

A las diez, cuando ya habíamos descartado su llegada, se presentó.

No pensamos en el Correcaminos porque venía a paso de elefante, con parsimonia; como calculando el camino; no venía sonriendo, como siempre; sus brazos, en lugar de venir en movimiento, solo colgaban de su cuerpo; su cabeza, sosteniendo el peso de la tristeza, la traía gacha. Cuando estuvo con nosotros, le dijimos:

—¡Te tardaste, Correcaminos!

Él, como si su cabeza, sus manos, sus labios y todo su cuerpo se movieran por medio de engranajes oxidados, solo nos dijo:

—Es que no voy a estar con ustedes.

Su rostro tenía una palidez absoluta; a todos nos pareció que el mundo le estaba cayendo encima. Solo atinamos a preguntarle:

—¿Por qué?

—Mamá murió.

No esperó a que le dijéramos nada; no nos dio tiempo a darle un abrazo o a decirle algo. Al terminar de darnos la noticia, entonces, como si todos sus engranajes se hubiesen engrasado de pronto, dio la vuelta y se fue corriendo hacia su casa.

Nosotros, de manera unánime, sumidos en una tristeza profunda, al verlo partir, lloramos y pensamos, a pesar de nuestra congoja: «Si estando en la carretera oyes un beep, beep, ten la seguridad que se trata de mí… beep, beep…»

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