Raúl de la Horra
Escritor

Dicen que Napoleón, cuando era joven, no sabía que llegaría a ser Napoleón. Y menos aún, que la palabra Waterloo le produciría, ya viejo, terribles jaquecas. Algo similar, salvando las distancias, le sucedió a Severino Sánchez, quien no tuvo nunca ni remota idea de lo que le deparaba el destino.

Severino era un chico aplicado e inteligente, estudiante de último año de derecho en la Universidad San Carlos. De origen sencillo, tenía conciencia de las miserias del pueblo y por eso reflexionaba con lucidez sobre los problemas sociales, llegando a desarrollar cierto liderazgo entre sus compañeros. Y aunque odiaba con toda la fuerza de sus entrañas los privilegios materiales y cualquier cosa que se le pareciera, no era, sin embargo, un resentido. Solamente, el concepto que tenía de la dignidad humana le hacía sentirse harto de cómo funcionaba el transporte público en la ciudad, porque allí la gente era tratada como ganado bovino.

Su frustración era a veces tan grande al ver a las personas colgadas de las puertas de los autobuses, que enviaba cartas de denuncia a las redacciones de los periódicos: “Señor Director: Es inaceptable la condición del transporte público en nuestro país. Yo, por ejemplo, tomo cinco camionetas al día para cumplir con mis labores y siempre me toca ir de pie. Por supuesto, ni le cuento en qué estado se encuentran. Aparte del ruido que hacen y del humo que expulsan, hay algunas que ni tablas tienen para sentarse. En el mejor de los casos, los respaldos de esponja están acuchillados, manchados y roídos, y da asco tocarlos. Figúrese que durante las horas-pico, el transporte va tan abarrotado, que se forman hasta tres filas de pasajeros de pie. Entonces el ayudante del chofer grita: ‘córranse, que la fila de en medio está todavía vacía. Y uno, que está allí sin poder moverse, mira para los lados y piensa que el ayudante está loco. ¿Dónde va a caber más gente, si por atrás, por adelante, por los costados, lo que hay son barrigas, nalgas, codos, y uno siente que se le va a salir el hígado?”

Paralelamente a estas preocupaciones, Severino profesaba un odio a muerte hacia los automóviles, pues según él eran el mejor medio para perder tanto el sentido de lo humano como la vida misma. “Dentro de un carro –expresó durante una disertación de derecho cívico en su facultad– el individuo se desvincula física y psíquicamente de sus congéneres y experimenta los placeres engañosos del confort y del poder. Porque cuando se está metido en una de esas nuevas y relucientes cápsulas rodantes, el piloto se siente el rey del universo y los peatones se transforman en despreciables parásitos de dos patas que amenazan su libertad de movimiento. Luego, en una curva cualquiera, el acelerador le envía al cerebro un chorro de adrenalina, algún estúpido se atraviesa, y se acabó el reinado en este mundo. Si se contabilizaran los heridos y muertos que deja el tráfico en nuestro país cada diez años, probablemente la suma equivaldría a la desaparición completa de una ciudad como Quetzaltenango. El automóvil es, pues, un invento absurdo y macabro. Aunque es cierto que, debido al estado del transporte colectivo, se comprende que la gente prefiera ir en carro, aunque esto represente no sólo un gasto exagerado, sino un riesgo mortal”.

Su preocupación por el tema lo animó, una tarde de aguaceros torrenciales en la que el bus que lo transportaba de vuelta a casa se quedó atascado en un paso a desnivel de la zona siete, a enviarle una carta indignada al Ministro de Comunicaciones. “Distinguido Señor Ministro, estoy llegando al límite de mi paciencia” –escribió. “Si usted no hace algo para mejorar el sistema del transporte, así como la seguridad y las condiciones de circulación de los peatones, tomaré medidas drásticas. Le advierto que me prenderé fuego envuelto en gasolina en la plaza pública delante de su ministerio, no sin antes haber convocado a reporteros y periodistas. Créame, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de no continuar sufriendo este infierno. Con mi mayor respeto, le diré que todo indica que usted y sus colegas del gobierno jamás han tomado una camioneta en su vida, razón por la cual son incapaces de comprender el sentimiento de impotencia y de frustración que se adueña de los guatemaltecos cuando se dirigen a su trabajo en las mañanas o cuando vuelven a sus casas, ya cansados, por la noche. Yo lo invito, Señor Ministro, a que se quite la corbata y deje los guardaespaldas a un lado, para darse un paseíto conmigo desde el Obelisco hasta Mixco por toda la Roosevelt a las seis de la tarde, así podrá hacerse una idea precisa de lo que le estoy diciendo. En espera de una pronta respuesta, lo saluda muy respetuosamente: Lic. infieri ‘SS’, Severino Sánchez”.

Pero el caso es que Severino no tuvo necesidad de llevar a cabo su amenaza. Porque el Sr. Ministro, en lugar de dejarse amilanar por los excesos verbales del joven defensor de los transeúntes, lo que hizo fue invitarlo a que le expusiera personalmente estos problemas en su oficina ministerial. Al serle comunicada la noticia, Severino tuvo la impresión, por primera vez en su vida, que aquello por lo cual había estado batallando durante años iba por fin a dar sus frutos. Que todos los padecimientos, la bilis y la amargura que se habían sedimentado en su alma como las protuberancias de un gusano a fuerza de viajar en los autobuses, adquirían ahora sentido y trascendencia. “Lo que demuestra que la lucha sí paga”, pensó, exaltado. De modo que una fría mañana de noviembre, abordó uno de esos desvencijados espectros de hojalata y se dirigió hacia el Ministerio de Transportes, con su cargamento de quejas y reivindicaciones bajo el brazo.

–Usted me parece un tanto severo en sus críticas –le lanzó el Ministro a Severino mientras le hacía un gesto para sentarse. Además, sus iniciales ‘SS’ con las que firma, están un poco fuera de contexto. Aquí estamos en una democracia, por si no lo sabía.

–Lo entiendo, Señor Ministro. Pero siempre he sido severo cuando se trata de hacer justicia, sobre todo si es justicia para el pueblo –respondió, lacónico, el joven contestatario.

–Justamente, personas decididas como usted son las que necesito en mi dependencia –agregó el Ministro, frunciendo el ceño y con el dedo índice levantado. Para qué irnos por las ramas: me gustaría que usted forme parte de la comisión de asesoría técnica del departamento que se encarga de la redacción de proyectos para mejorar las condiciones de transporte de los ciudadanos, ¿le parece? Estoy convencido de que usted es la persona idónea, y me alegro un chingo –perdone la expresión, pero es que estas cosas me emocionan– que alguien consciente y cercano al pueblo pueda orientarnos y haga propuestas inteligentes que beneficien a la Patria. Por cierto, ¿fuma usted? Tengo unos habanos que me trajeron de Cuba, y como yo ya no fumo…

Severino sintió lucecitas de colores en su mente y su cabeza dio vueltas a más de 100 Km por hora en cuanto encendió el cigarro. Primero, porque nunca había fumado uno de esos. Y segundo, porque la propuesta que le estaba haciendo el Ministro era una ocasión única para revalorizarse no sólo ante los ojos de su familia, sino ante los de su novia y los de los amigos, que siempre lo habían tachado de loco idealista. ¡Al fin se saldría con la suya! ¡Por fin los sacrificios vividos se metamorfosearían en algo más que palabras y pondría sus capacidades al servicio del bien común! Sintió, pues, que empezaba a dejar de ser una despreciable oruga y que algo dentro de él se agitaba, como una larva que se prepara a recibir la luz. Se vio de pronto a la cabeza de un tropel de transeúntes abalanzándose por las calles sobre los automovilistas para obsequiarles claveles blancos en signo de concordia. Incluso, durante algunos segundos, pudo ver con claridad el letrero de una estación del Trans-Metro en el centro de la ciudad que llevaría su nombre: estación Severino. No es mala idea –se dijo–, suena chilero.

Lo cierto es que un año después de haber ingresado al Ministerio, Severino era un experto en la redacción de informes sobre los problemas vinculados al tráfico. Su trabajo lo obligaba a desplazarse con frecuencia por toda la república para hacer encuestas y, evidentemente, no podía hacerlo en camioneta. Así que incluso contra de su voluntad, aceptó que le pusieran un carro con chofer a su disposición, un jeep agrícola de vidrios polarizados. Al principio sintió que estaba traicionando a sus camaradas que arrastraban el polvo y la humillación por esos caminos de Dios, pero pronto se dio cuenta de que el combate por la dignidad peatonal requería abandonar las costumbres y los medios de locomoción del pueblo.

Su jefe estaba súper-encantado. La última campaña de prevención que Severino había organizado hacía apenas dos meses para mejorar el proverbial mal humor de los usuarios del transporte público, había tenido éxito. “Él conduce, pero yo disfruto”, decía el eslogan en las calcomanías que, en forma de una gran sonrisa, el Ministerio había hecho pegar en todos los autobuses del país. Y los resultados no se habían hecho esperar: las sonrisas en los buses habían aumentado en un 12.5 % con relación al año anterior, aunque también es cierto que el número de mujeres violadas en los autobuses pasó del 1.6 al 3.7 % en el mismo lapso. Claro que ésta era sólo la primera etapa de la campaña. Luego vendría la segunda, dirigida a los automovilistas: “El peatón es mi hermano”, diría el mensaje en forma de banderín, patrocinado por una famosa marca de aguas gaseosas y cuyo logotipo debía aparecer en primer plano. Así que recién empezado el segundo año de servicios, el Señor Ministro decidió premiar a Severino. Lo llamó a su despacho y le soltó:

–Severino, usted ha contribuido a hacer de este Ministerio una institución ejemplar. Por eso he decidido ascenderlo. De ahora en adelante será usted mi consejero personal. Lógicamente, gozará de un aumento de sueldo.

Severino, quien llevaba puesta una corbata de color amarillo con lunares verdes, se aflojó el nudo, respiró hondo y tuvo como un resquicio de duda. El ministro le clavó la vista.

–¿Hay algún problema?
–No creo que lo haya –respondió Severino pausadamente. Simplemente, me gustaría saber qué… Qué porcentaje me tocará con el negocio de los banderines.

El rostro del Ministro recobró su habitual serenidad. Se incorporó del asiento y se acercó a Severino con una sonrisa. Al extenderle la mano murmuró:

–Diez por ciento. ¿Le parece?

En ese instante, Severino sintió que la larva que traía dentro y que buscaba desde hacía tiempo la salida, extendía de pronto las alas y salía volando hacia un mundo en el que nunca más tendría que penar, ni pagar alquileres, ni subirse en apestosas camionetas. Y es que eran unas alas en verdad poderosas, mil veces más poderosas que la imaginación. La cosa caminaba, o más bien volaba, por muy buen camino.

Aquella madrugada, después de celebrar con los amigos la notificación de su nombramiento en un bar de la zona 10, tomó el coche –un Audi semi-deportivo de segunda mano que le habían traído hacía dos meses de los Estados Unidos–, apretó el acelerador a fondo, y cuando iba subiendo por el puente de San Cristóbal en dirección a su nueva casa, se le atravesaron estos pensamientos: “Después de todo, sería terrible que los problemas del transporte se resolvieran, pues me quedaría sin chamba”. Y rió. Una risa loca, de borrachín eufórico y cínico. Es la razón por la cual no vio el bulto que se le atravesaba como un mosquito gigante despatarrado estrellándose con ruido de costal de papas contra el faro derecho del automóvil. El cuerpo del incauto salió volando en cámara lenta y quedó tendido a unos quince metros del frenazo, justo el tiempo suficiente para que Severino se percatara que en aquel lugar lleno de oscuridad no había más ser vivo que él. Eternos segundos y retumbo de latidos, sofoco, garganta, sienes apretadas. Punzante oscuridad. Mano sobre palanca de velocidades. Cambio a primera. Pie a fondo sobre acelerador. Rechinido de llantas. Nuca y axilas sudorosas, volante firme. ¡Hacia adelante, siempre adelante, hasta la victoria! –se dijo. Y agregó, echando una rápida ojeada por el retrovisor al bulto tirado en medio del asfalto: ¡Indio pendejo!

INGRESE PARA DESCARGAR EL SUPLEMENTO CULTURAL

Artículo anteriorWaleska Monterroso
Artículo siguienteEl acento