Por: José Arturo Monroy

La historia, en manos de un poeta o novelista, adquiere dimensiones que el simple y llano recuento de hechos, nombres y fechas no posee. Piénsese en La Ilíada, en Los Lusíadas; en recreaciones más «fieles» a la realidad, como La hija del Adelantado y, por qué no, en El señor presidente. Gustave Flaubert, cautivado por las Historias, de Polibio, logra concretar un anhelo que su novela más conocida, Madame Bovary (1857), le permitió: incursionar en la novela histórica. Este hecho dio como resultado otro de sus grandes clásicos: Salambó.

Tras cuatro años de viajes, y luego de una exhaustiva documentación, Flaubert entregó al público en 1862 una de las novelas históricas más influyentes en el género, no solo en el ámbito literario, sino también en la historiografía y de los Estudios Fenicios y Púnicos, disciplinas que adquirieron mayor relevancia a finales del siglo XIX.

Salambó trata sobre la Guerra de los Mercenarios, acaecida entre 241 y 239 a.C., justo al término de la Primera Guerra Púnica (264-241 a.C.). Las Guerras Púnicas fueron un prolongado conflicto entre dos potencias del pasado, Roma y Cartago, que concluiría con la victoria de Roma.

Regresando al tiempo narrativo de Salambó, tras el término de la Primera Guerra Púnica, luego de que Amílcar, líder de Cartago, cediera finalmente Sicilia y firmara la paz con los romanos, quedó endeudado con el ejército de Mercenarios que le había ayudado a preservar durante años el territorio cedido. La novela comienza con un esplendoroso festín ofrecido por Amílcar a los Mercenarios después de que retirara a las tropas del conflicto.

Pero, ¿quién es Salambó en esta historia? Es la hija de Amílcar, una bella sacerdotisa que vive en su palacio, donde se prepara y educa para ser la vocera de la diosa Tanit. Quienes se den la oportunidad de leer esta novela, sabrán por qué Flaubert decidió darle título a su obra maestra con el mismo nombre.

La novela lleva al lector de un lado a otro: dentro de las murallas, en el Palacio, y a las afueras de estas o al sitio y campamento de los Mercenarios. Ambos escenarios, que contrastan entre los espacios cerrados y ostentosos, con los abiertos y decadentes, asombran e ilustran al lector con la cantidad de detalles que el fino acabado literario de Flaubert obsequia a las mentes más aviesas. Ambos escenarios actúan como un lienzo que reboza con las costumbres y la convivencia de distintos pueblos.

Las descripciones de los espacios y entornos son extraordinarias. Flaubert describe el palacio o a la heroína con un lenguaje preciosista que bien puede contener las semillas del posterior Modernismo. Los símiles con la flora y las piedras preciosas son elegantes y delicados. La insistencia con los efectos de la luz y sus reflejos son un curioso recordatorio del carácter de la obra. Cuando Flaubert se propone describir los horrores de la guerra, acude a una estética fría, cruda, gráfica y precisa que recuerda a Homero y la epopeya clásica. La novela oscila entre la violencia y la sensualidad.
Salambó es una reconstrucción literaria del pasado capaz de dejar satisfecho a un amplio público lector. Y, si bien es cierto que alguna documentación o conocimiento del contexto hace más enriquecedora la lectura, carecer de ello no demerita de ninguna forma la experiencia, porque el punto fuerte es el argumento que une sus piezas y cautiva de principio a fin con un lenguaje poético y audaz.

La influencia de Salambó fue tal en su momento. Podemos leer sobre ella en varias páginas de Enrique Gómez Carrillo. En sus Treinta años de mi vida cuenta cómo le nació el deseo de incursionar en la novela histórica y cómo comenzó a formular algunas ideas con su amigo bohemio y latinista, don Jesús Miura y Renjilfo. Si bien el proyecto no logró concretarse como lo planearon, estoy seguro de que la novela más brillante de Gómez Carrillo, El evangelio del amor (1922), es resultado de una atenta lectura de Salambó.

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