El deber categórico

Kant nos expone ahora su fundamentación de la moral. Para él solamente hay moralidad cuando el hombre actúa por el deber, y no por sus inclinaciones, preferencias o sentimientos. Y el deber es algo que la razón descubre en sí misma, como un hecho que se le impone con evidencia. Actuar por el deber es actuar de tal modo que el criterio o máxima de mi acción puedan servir como leyes universales: si puedo pretender que un determinado comportamiento sea universal, éste constituye un deber para mí. En caso contrario, tal conducta debe ser evitada. Los sentimientos de agrado, benevolencia, amor al prójimo, quedan, por lo tanto, excluidos de esta moral racionalista.  (*)

* González Antonio. Introducción a la práctica de la filosofía. Texto de iniciación. UCA Editores. San Salvador, 2005.

Cuando la voluntad busca la ley que debe determinarla en algún otro punto que en la aptitud de sus máximas para su propia legislación universal y, por lo tanto, cuando sale de sí misma a buscar esa ley en la constitución de alguno de sus objetivos, entonces se produce siempre heteronomía. No es entonces la voluntad la que se da a sí misma la ley, sino el objeto, por su relación con la voluntad, es el que le da a ésta la ley. Esta relación (…) no hace posibles más que imperativos hipotéticos: «Debo hacer porque quiero alguna otra cosa”. En cambio, el imperativo moral y, por tanto, categórico, dice: «Debo obrar de este o del otro modo aun cuando no quisiera otra cosa”. Por ejemplo, aquél dice: “No debo mentir si quiero conservar la honra”. Este, empero, dice: “No debo mentir, aun cuando el mentir no me acarree la menor vergüenza”.

Este último, pues, debe hacer abstracción de todo objeto, hasta el punto de que este objeto no tenga sobre la voluntad el menor influjo, para que la razón práctica (voluntad) no sea una mera administradora del ajeno interés, sino que demuestre su propia autoridad imperativa como legislación suprema. Deberé, pues, por ejemplo, intentar fomentar la felicidad ajena, no porque me importe en algo su asistencia -ya sea por inmediata inclinación o por alguna satisfacción obtenida indirectamente por la razón-, sino solamente porque la máxima que la excluyera no podría comprenderse en uno y el mismo querer como ley universal. (… ).

Los principios empíricos no sirven nunca para el fundamento de leyes morales. Pues la universalidad con que deben ser válidos para todos los seres racionales sin distinción, la necesidad práctica incondicionada que por ello les es atribuida, desaparece cuando el fundamento de ella se deriva de la peculiar constitución de la naturaleza humana o de las circunstancias contingentes en que se coloca. Sin embargo, el principio de la propia felicidad es el más rechazable, no sólo porque es falso y porque la experiencia contradice el supuesto de que el bienestar se rige siempre por el bien obrar; no sólo tampoco porque en nada contribuye a fundamentar la moralidad, ya que es muy distinto hacer a un hombre feliz que a un hombre bueno, y uno entregado prudentemente a la busca de su provecho que uno dedicado a la práctica de la virtud. sino porque reduce la moralidad a resortes que más bien derriban y aniquilan su elevación, juntando en una misma clase los motores que impulsan al vicio, ensenando solamente a hacer bien los cálculos, borrando, en suma, por completo la diferencia entre virtud y vicio.

(Tomado de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, 1785)

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