Suiza, 16 de julio de 1897

No, no puedo seguir trabajando. Permanentemente los pensamientos me llevan a ti. Debo escribirte algunas palabras: Queridísimo Leo, tú ahora no estás conmigo y toda mi alma está impregnada de ti. Ella te abraza. Seguramente te parecerá inconcebible, incluso cómico que te escriba esta carta, ya que vivimos a diez pasos uno del otro. Nos vemos tres veces por día –por otra parte, sólo soy tu mujer– ¿y para qué todo este romanticismo de ponerse de noche a escribir cartas al marido? Ah, mi adorado, aunque todo el mundo lo considere cómico ¡tú no! Por lo menos lee esta carta con seriedad y con sentimiento, con el mismo sentimiento con que has leído mis cartas en aquel tiempo de Ginebra, cuando aún no era tu esposa. Escribo esta carta con el mismo sentimiento de entonces y de la misma manera mi alma me lleva a ti. Y de igual modo las lágrimas inundan mis ojos. Seguramente al leer esto has de reírte y pensarás que “cualquier nimiedad puede conmoverme hasta las lágrimas”.

Querido Dziodzio: ¿sabes por qué te escribo en vez de hablar contigo? Porque ya no sé si puedo hablarte libremente acerca de estas cosas. Me he vuelto sensible y desconfiada como una liebre. El menor gesto de tu parte o una palabra intrascendente, me oprimen el corazón y me cierran la boca. Sólo puedo hablar abiertamente contigo cuando estoy rodeada de una atmósfera cálida y plena de confianza y esto suele suceder rara vez entre nosotros. Fíjate: en estos pocos días de soledad y reflexión fui desbordada por un sentimiento curioso que despertó en mí. ¡Tenía tantas ideas para expresarte! Pero tú estabas distraído, alegre y afirmabas que no necesitabas de nada “físico”, o sea, precisamente aquello que me preocupaba a mí en estos momentos. Esto me ha dolido mucho. Pensaste que yo estaba desconforme porque tú te fuiste tan rápidamente. Tal vez no me hubiera decidido a escribirte ahora pero me ha alentado la sensación que tú, al despedirte, me demostraste algo del sentimiento de aquel pasado cuyo hálito me sobrecogió. Casi me ahogué en lágrimas recordando aquella noche antes de dormirme. Mi querido, mi amado: tus ojos buscan, con seguridad, impaciente- mente “¿hacia dónde quiere llegar por fin?”

¿Yo que sé? Quiero amarte, quiero que entre nosotros haya aquella atmósfera suave, de confianza, ideal, como en aquellos tiempos. Tú, mi querido, muy a menudo me comprendes superficialmente. Piensas que me enojo porque te vas o algo por el estilo. Y no te puedes imaginar cuan profundamente me duele esto. Para ti, nuestra relación es algo superficial. No me digas, querido, que yo no entiendo. Que no es tan superficial como yo pienso.

Sé y comprendo lo que significa y lo comprendo porque lo siento. Antes, cuando hablabas de ello, sonaba a vacío. Pero ahora es dura realidad. ¡Oh, yo siento muy bien esta superficialidad! Lo siento cuando veo tu rostro sombrío y cuando te mortificas en silencio ante cualquier preocupación o inconveniente, y tu mirada me dice: “esto no es cosa tuya, preocúpate de tus asuntos”. Yo lo siento cuando luego de alguna disputa mayor te pones a cavilar acerca de nuestras relaciones, llegando a conclusiones y a alguna decisión. Cuando actúas frente a mí lo haces de tal manera que yo quedo alejada de todo eso y sólo puedo pensar acerca de qué y cómo piensas. Yo siento esa superficialidad luego de cada encuentro, cuando me apartas de ti y te encierras en tu trabajo. La siento cuando abarco en mi mente todo mi futuro, que me presenta como una muñeca articulada movida por un mecanismo exterior. Mi querido, mi amado, no quiero nada. Sólo quiero que tú no interpretes cada una de mis lágrimas como escenas femeninas. ¿Yo qué sé? Con seguridad soy la culpable de que no exista entre nosotros una relación cálida y equilibrada. Pero ¿qué puedo hacer? No puedo dominar mi conducta. No sé por qué no soy capaz de comprender la situación. No soy capaz de sacar conclusiones. No soy capaz de tomar una determinación sobre ti. Actúo intuitivamente en cada momento. Si mi alma está plena de amor y dolor, me lanzo en tus brazos y si me ofendes con tu frialdad, mi corazón se parte y te odio al punto de poder matarte. Mi adorado: tú puedes comprender y meditar, porque en nuestra relación ¡lo has hecho por ambos! ¿Por qué ahora no lo quieres hacerlo junto a mí? ¿Por qué me dejas sola? Oh, Dios mío, me dirijo a ti cuando posiblemente sea verdad lo que siempre me pareció: que tú ya no me quieres tanto, ¿quizás? Tal vez, así lo siento.

Ahora, casi con seguridad, ves en mí sólo lo malo y lo feo. Casi no sientes la necesidad de pasar tiempo conmigo. Por otra parte ¿acaso sé qué me induce a pensar así? Sólo sé que cuando dejo fluir mis pensamientos y mi imaginación, algo me dice que serías ahora mucho más feliz si esta situación no existiera y pudieras irte y liberarte de todos nuestros asuntos. ¡Oh, mi querido, comprendo y veo qué poca claridad vislumbras tú en nuestra relación. Cómo con estas escenas te destrozo los nervios, con estas lágrimas, estas pequeñeces e incluso con esta desconfianza de tu amor! Lo sé, mi adorado, cuando pienso en ello quisiera estar en cualquier parte, irme al diablo, o mejor aún, no existir.

Me duele sobremanera la idea de haberme introducido en tu vida tan pura, orgullosa y solitaria, con estas historias femeninas, con mi desequilibrio y mi desorden. ¿Para qué, para qué diablos? Por Dios, es inútil hablar de ello. Mi querido, has de preguntarte nuevamente adónde quiero llegar. Nada, nada mi querido, sólo quiero que sepas que no te mortifico ciegamente y sin pesar, quiero que sepas que a causa de ello vierto amargas lágrimas y no obstante no sé cómo debo comportarme y cómo ayudarme a mí misma. A veces pienso que lo mejor sería verte lo menos posible. Otras, me sobresalto y quisiera olvidar todo y echarme en tus brazos para desahogarme. Pero entonces, otra vez me invade este maldito pensamiento, que me susurra: déjalo en paz, él soporta todo sólo por delicadeza y dos o tres pequeñeces me lo confirman y en mí crece el odio. Quisiera mortificarte, morderte y mostrarte que no necesito de tu amor, que puedo vivir sin ti. Pero de nuevo me mortifico por estar sola. Y así giro en un círculo vicioso.

Cuántos dramas, ¿no es cierto? ¡Aburrido! Siempre lo mismo. Y yo siento que ni siquiera he dicho la décima parte o nada de lo que hubiera querido expresar.

“Si se ajustara el idioma a la voz, la voz a los pensamientos, dónde el rayo del pensamiento atraparía a la palabra”.

¡Adiós, mi querido! Ya me arrepiento de haberte escrito. ¿Quizás te enojes? ¿Quizás te rías? Por favor, no te rías.

INGRESE PARA DESCARGAR EL SUPLEMENTO CULTURAL

Artículo anteriorSandra Girón
Artículo siguienteTaller de escritura de la Universidad Rafael Landívar Homenaje a Augusto Monterroso