Eduardo Blandón

 Insurrectos es una obra que puede ubicarse, si los estudios y críticos literarios me conceden la licencia, en ese género que llaman “literatura testimonial”.  Se trata de un relato que sigue esa tradición que rememora las luchas personales con el interés, quizá entre tantos, de dejar constancia histórica de las vicisitudes vividas en un período determinado.

Mi texto, sin embargo, quizá para fortuna o desolación de algunos, no se centrará en la exposición de la naturaleza, importancia o función de ese género particular de las letras.  Lo mío es más modesto: deseo comentar el trabajo del autor para subrayar los elementos que considero de valor, dignos de lectura y posterior estudio especializado.

En ese sentido, llamo la atención en primer lugar, al deseo de Guillermo de referirse al Patojo en tercera persona.  Esa decisión le ofrece al autor, me parece, aunque puede ser discutida, la oportunidad de distanciarse para no verse involucrado en protagonismos innecesarios ni poses que muestren la singularidad de sus acciones.  De ese modo, aunque el Patojo no oculta sus sentimientos, aparece como uno de los tantos personajes de la trama desarrollada.

En esa misma línea, el relato describe unos acontecimientos en el que los personajes son parte de un concierto donde las acciones de unos afectan a los otros y la armonía a veces no se consigue por las notas discordantes de una humanidad siempre frágil.

Así, el texto es, muy a lo Nietzsche, “humano, demasiado humano”.  Lo cual es un valor porque obedece a un relato franco en los que el Patojo muestra el zigzagueo de unas circunstancias a menudo insalvables.  Cruda realidad de la que no todos participamos de la misma manera.

Esa conciencia de los desajustes existenciales y el destino aparentemente oprobioso de algunos es la que conduce al Patojo por senderos que quizá solo ahora comprenda.  Algo que por lo demás, si fuéramos un poco audaces podríamos suponer ya estaba contenido en su “código genético”.  Ello por la genealogía que el mismo Paz Cárcamo hace de su propia familia.

Quiero decir, que su sensibilidad hacia las clases desfavorecida puede ser atribuida también a esa larga línea consanguínea que da pruebas de una familia con conciencia social.  Un rápido examen a la obra, testimonia que más allá de la formación militar de algunos de ellos (si puede ser esto un óbice), hay una preocupación real hacia la gente humilde que los circunda.

Creo que esa sensibilidad del Patojo lo habilita para recuperar detalles de su propia historia.  Como cuando Guillermo relata el “calorón” sufrido en alguna reunión, “los nubarrones negros” y “la brisa gélida” sentidas a campo abierto; y hasta “los pertinaces ahuevamientos” pasados al escapar de un cerco militar.

El libro es un intento también por recuperar la idiosincrasia de su pueblo.  La memoria de hombres con temple, rudos, valientes y laboriosos.  La simplicidad de sujetos aferrados a la tierra y a la vez con apertura a lo sobrenatural.  Esa magia la vive el Patojo, por ejemplo, cuando el abuelo lo despierta y le anuncia el fin de su vida.

En esa clave de interés, centrado en lo guatemalteco, es que se comprende el apodo de la mayoría de los compañeros de lucha del escritor.  Al punto que puede hablarse de un compendio de pseudónimos que recoge esa manera de llamarse entre ellos:  El Bolo, El Patojo, Chucha Flaca, Cabezotas, El Picudo, La Canche, La Watusi, El Judío, Pata de Trapo, Mochilitas, Cabra Loca, El Rata, El Pizarrón, El Cura y un más o menos largo etcétera.

Asimismo, queda plasmado ese lenguaje coloquial cuando en el texto, los hombres al orinar se la sacuden; al evocar el peligro ocasional de romperse el sereguete o cuando se menciona a la cashpiana.  Sin olvidar, cómo no, la convicción de que la gente es huevuda.

Más allá de lo que pueda parecer gracioso, el Patojo mantiene una crítica fundamental hacia dos actores que identifica como los artífices de nuestro mal nacional: Los militares, a quienes llama “chafarotes de mierda”, y los gringos, de igual naturaleza.  A la postre, sin embargo, y al parecer con justicia, la crítica la extendió hasta la dirigencia guerrillera por esas actitudes definidas como “chafarotiles y caudillistas”.

Hasta aquí pareciera que el libro sea un compendio de sacrificios y luchas.  Pero hay momentos emotivos que el autor se encarga de darnos a conocer.  El primero, se refiere a la valentía con que el coronel Herculano Hernández, defiende al Patojo de la muerte, frente al jefe del Estado Mayor del Ejército, coronel Miguel Ángel Ponciano.

Verguéenlo si quieren, tortúrenlo si quieren, pero no lo maten, porque si lo hacen, tu alma se perderá en el infierno del desprecio de todos nosotros… Y como hombre te digo que, si matan al hijo de Paz H., militar también, mi sobrino también, te hago responsable de esa muerte y yo personalmente te la cobraré… y… vos sabés que siempre cumplo la palabra empeñada. Así que pensalo y pensalo muy bien, para que no nos veamos, vos y yo, en un problema irremediable”.

El otro episodio emotivo tiene que ver con la relación amorosa del Patojo con Lubia.  Un trato que al superar lo erótico revela la candidez en una edad que coincide con los ideales heroicos de los protagonistas.  Un amor que queda sellado en las palabras de Guillermo:

Te quiero tanto… te llevo y te llevaré siempre dentro de mí… mientras esté vivo y viva porque lo estoy por ti… te quiero… mi corazón…”.

La última experiencia emotiva que quiero mencionar se refiere al sacrificio de la francesa Michelle Firk, muerta a manos del Ejército en su residencia.   Ella se encarga de revelarnos la fragilidad de la vida que adquiere valor cuando se lucha en favor de los más desfavorecidos.

Se podría seguir hablando del libro, con el peligro de aburrir y hasta evitar que lo lean.  Evocar, por ejemplo, el surrealismo de la historia de “El Cura” quien continúa sus apariciones fantasmales en su pueblo; referirnos al fracaso de “El Pizarrón” en su entrenamiento por la Sierra Maestra o hablar de la experiencia del Patojo en Vietnam.  Pero hay que dejar a los lectores con ánimo e interés por el texto.

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