Alfonso Mata
Es ya tradición ante un problema de salud, oír desde políticos, académicos, hasta la gente del pueblo, uno de estos tres dichos: “un gramo de prevención valen más que 10 toneladas de medicación”, o que “más vale prevenir que curar”, o aquello de que “hombre prevenido vale por dos”. Pero del diente al labio hay un gran trecho. En nuestro caso, el dicho a la mayoría le ha venido guango. Ocultamos detrás de esos dichos una verdad: una verdadera falta de solidaridad, de conciencia y de amor al prójimo más que de conocimiento, abonado de gran dosis de satisfacer so pena de la vida otras necesidades.
Pero hay algo más: todo ello nos muestra también que esa conducta individual se combina con un discurso preventivo de parte de los gobiernos que, a pesar de que se promociona a la población rodeado de las buenas y verdaderas intenciones de parte de los gobernantes, les falta una veracidad y honestidad para cumplirlo y llevarlo a la práctica y de igual manera una buena dosis de “racionalidad” a pesar de que se puede prever, porque se conoce científicamente los riesgos y daños que se producirán si no se planifica y actúa correctamente y se deja de lado eso del de hombre prevenido vale por dos.
Resulta entonces más que evidente que en nuestra patria, en nuestra sociedad y gobierno, el sistema de salud, sus componentes públicos y privados, hablen de coronavirus, de desnutrición de infecciones gastrointestinales o respiratorias o de enfermedades crónicas, con un discurso que se caracteriza por contener programas preventivos negativos “per se”, (con excepción del coronavirus, las otras epidemias tienen décadas de estar en nuestro medio).
Un primer elemento que sobresale en esa crítica, es la falta de comprensión de los términos “riesgo” o “enfermedad” o “problema” y de su combinación por parte del Estado y la sociedad. Un riesgo que no se ve, un problema que no se reconoce o se pone en segundo plano, da lugar a poner la atención en la enfermedad, pues ponerla en riesgo, para el público, aquejado de otros problemas, es pérdida de tiempo. A eso se añade algo perverso: para el funcionario corrupto, la prevención, es motivo de negocio e ilícitos generando para ello una serie de presupuestos cientificistas que reducen las problemáticas a un conjunto de variables “técnicas”, supuestamente independientes y “objetivas” pero cuyo fin es aprovecharse ilícitamente de la situación creando el problema de desigualdad e inequidad. Las noticias de los medios de comunicación y redes sociales pueden confirmar lo que digo.
Según los miembros de gobierno de todas las instituciones, hemos enfrentado con éxito el coronavirus gracias a los avances de la planificación e investigación puesta al servicio de la pandemia en el campo del control de casos. Constantemente se machaca en la publicidad que lo anterior, aunado al control social, ha sido tan o más importante que los resultados de laboratorio que dividen a la población en dos: casos y grupos de riesgo.
El coronavirus es una enfermedad transmitida por un virus. Una vez que fue claramente definida la vía de transmisión de la enfermedad, quedó claro que era “necesaria” una política de interrupción de la misma. El objetivo entonces fue disminuir la densidad de los virus y evitar así que estos se multiplicaran y propagasen a las personas y ocasionaran enfermedad. Para eso entonces era importante salir de las salas hospitalarias y del laboratorio y entrar de lleno en la arena social, pero esto plantea un obstáculo a la economía y finanzas públicas, privadas e individuales a la vez que una posibilidad (ilícita) en este campo.
Lo que hemos observado y obtenido en nuestra nación es que el COVID-19 se propaga de forma epidémica y afecta a todas las clases sociales. Pero no confundamos peras con manzanas, ante el coronavirus el esfuerzo nacional ha sido grande; pero en el caso de la desnutrición, las infecciones de la infancia, que afectan endémicamente a las poblaciones autóctonas, sobre todo a los sectores de bajos recursos, los procesos de prevención no resultan ser blancos de campañas de prevención de la misma trascendencia que la del coronavirus. Esto nos muestra el sesgo particular que toman las campañas de prevención en función de consideraciones socio-políticas que más que ver con el bienestar de la población, lo tienen con intereses y prebendas perversas. Desigualdad e inequidad en el accionar público salta a la vista en este tema. En tan sentido, resulta más que evidente, que las consideraciones “puramente” técnicas respecto a la enfermedad y su desarrollo y evolución, están siempre ligadas a otras de carácter económico, político, ético, cultural y pragmático, formando un complejo “multidimensional” que debe ser tenido en cuenta en su articulación y dinámica.
La campaña contra el virus del coronavirus comenzó en marzo y se basó en que los habitantes eran los responsables del control sanitario de prevención y al estado lo que correspondía era vigilar que cumplieran las medidas de distanciamiento y sanitarias impuestas. Para eso, el gobierno reglamentó múltiples detalles de la vida cotidiana de los habitantes, llegando a constituirse en una verdadera policía sanitaria, con derecho de castigar a quienes no los obedecieran, cosa que se realizó con mucha deficiencia y selectividad determinada por intereses muy sesgados: de nuevo la desigualdad e inequidad aparece. Esto nos muestra hasta qué punto una política de “prevención” es una cuestión delicada, en la medida en que generalmente incluye el derecho del estado de “inmiscuirse” en las decisiones personales, formas de vida y hábitos de forma injusta y obedeciendo a intereses no nacionales sino particulares (qué pasó con la famosa fiesta de los futuros bachilleres).
La epidemiología actual: epidemias de desnutrición, infecciones infantiles, aumento de enfermedades crónicas, con décadas de existir en una considerable cantidad de la población a pesar de múltiples campañas de prevención con objetivos diversos, ha mostrado que un altísimo porcentaje de las mismas se ha desarrollado desde un punto de vista supuestamente aséptico (metas claras, beneficio colectivo, honradez de acciones, adecuados presupuestos) –que en la práctica lo que ha sucedido, es que las han regido valores deshonestos de funcionarios oscuros, que lo que han hecho con esos problemas es pasar por encima de necesidades, creencias, prácticas culturales, valores y estilos de vida de pueblos, grupos sociales o culturales en busca de beneficio propio y usando al funcionario honesto como herramienta a sus intereses.
Estamos pues claros, que la política sanitaria de prevención, impulsada por organismos nacionales e internacionales contra el coronavirus y otros males endémicos, se ha estructurado dentro de un modelo y una estructura institucional estatal que arrasó con los derechos en pro de los intereses públicos y privados de las minorías y que funciona en medio de desigualdades e inequidades. Los resultados para los promotores no pudieron ser más halagüeños: aumento de riqueza y de sus estrechos intereses. Estamos a finales de nueve meses de epidemia de COVID-19, arrastrando décadas de endemias nacionales que no superan las previsiones más optimistas. Décadas de fracaso del modelo preventivo y en medio de todo ello, el pueblo no ve con muy buenos ojos los métodos empleados por el sistema nacional de salud. No cree en lo que se hace, pues no ven la solución -con justa razón- en controles sanitarios que señalan casos pero no erradican consecuencias. Tampoco consideraban -de la misma manera que los “funcionarios y expertos”- que los riesgos asociados al coronavirus y las endemias mencionadas sean de gran riesgo para ellos, pues sus necesidades reales y actuales en otros aspectos de su vida, superan esos riesgos por venir. Una gestión de riesgos unilateral dictada desde lo público, no funciona en una sociedad con necesidades más que evidentes de sobrevivencia que afecta su día a día.