Anatomía de la personalidad promo 72 de medicina

Mujeres y hombres surgidos de los cuatro puntos cardinales del país, en 1965 ingresamos a la Usac. Luego de dos años, solo alrededor de setenta franqueamos la facultad de medicina.

Nuestra promoción de matasanos dio cupo a todos: divertidos, burlones, cáusticos; negros, blancos, morados, tornasoles; flacos, gordos, altos, chaparros; odiosos e irresistibles. Vivíamos cambiando de apartamento cada dos años. Primero nos instalamos en el llamado estudios generales o básicos y luego de seis meses de estar en ese apartamento, andábamos todos como perros apaleados ¿Quién no dejó una retranca? muchos la primera en su vida. Ese julio del 65, la depre se apoderó de la promo, que solo las bebidas espirituosas nos permitieron superarla a muchos. Luego de dos años, nos mudamos al segundo apartamento. Todo cambió en éste; dedicábamos horas de horas pasando página tras página, repitiendo, memorizando, por supuesto también enamorando y en algunos fue tanto el calor y el rubor de esto último, que terminaron -no sabíamos a ciencia cierta- casándose o casados. Eso sí, en más o en menos, todos respetábamos religiosamente los viernes de jolgorio, comprensión y afecto, en que no era extraño ver asomar una lágrima en alguno. Así fuimos pasando los meses, sin encontrar sosiego. Algunos de nosotros, se labraron fama de deportistas, sin saber cómo a estos, les alcanzaba el tiempo para todo. Todos teníamos algo de bohemios y era universal en todos, una entrega apasionada al estudio como a la diversión. Ya fuera a plena luz del día, o en la penumbra, la broma nunca faltaba hasta el amanecer. Al mudarnos al tercer apartamento, pasamos oficialmente a ser parte del dicho:  cuando ya va amaneciendo o el que ves es policía, o peperecha o estudiante de Medicina. El hospital absorbía nuestra vida y neuronas.

 

Por supuesto y entre nosotros, había sujetos de vida extraña, aunque pintoresca; pero cuando estábamos juntos o en grupo, cosa que en la carrera de medicina es harto frecuente, todos nos volvíamos mundanos. De ahí que algunas aventuras terminaran en tragedia, pero la mayoría sin mayores consecuencias.

A diario corríamos más que caminar; tragábamos no comíamos y lo hacíamos mal y siempre andábamos con deuda de sueño.

El cuarto de estudiante lo fuera de casa, lo fuera de pensión, era típico: una cama siempre desordenada y un montón de libros regados por mesas sillas pisos y en la pared afiches o poster de una chica vestida o desnuda y de otros de mil temas, y en algunos cuartos, los de los más devotos, probablemente un calco de su ángel de la guarda un santo o un crucifijo.

Libre de la hora del día, ya fuera solo o parte de un grupo, siempre había momentos en que uno se quedaba dormido, intoxicado por cansancio, olores, hambre, dolores, de todo un poco caía. La pregunta que a todos nos hacía nuestra gente era la misma: -siempre estás estudiando ¿no te aburres? ¡La verdad! no siempre (al menos la mayoría) estábamos estudiando.

En los primeros años, todo era de maravillarse, ya fuera dentro del anfiteatro ante un mundo de alta estructura y organización corporal o en los laboratorios y con los ojos estupefactos observando seres infinitamente pequeños, árbitros de la vida y de la muerte del hombre de la calle.  En ese entonces, todavía nos helaban la sangre los profesores y nos desvelaba el ansia por saber, volábamos ya fuera en soledad o en grupo, sobre las llanuras sombrías de las ciencias médicas.  Al final de esa primera fase, nos conocíamos mejor entre nosotros que con nuestros hermanos.

Fue en las salas de consulta externa del San Juan de Dios y del Roosevelt, que en cada amanecer se llenaban de enfermos, en donde por primera vez tuvimos contacto con enfermos y enfermedades y luego de algunas semanas o meses, vencidos miedos y vacilaciones; aprendimos a usar mejor nuestros saberes y haceres y a escuchar con seguridad y paciencia, lo que tenían que decir aquellos infelices y a atender lo más cuidadosamente que podíamos, sus malestares y a ayudarles con sus dolemas.

Todo era nuevo para nosotros, que no teníamos ninguna experiencia, pero no había tiempo que perder en tonterías y aunque cometíamos muchos errores, poco a poco fuimos aprendiendo a conocer mejor la naturaleza humana y la de enfermos y enfermedades y a tratar con ellas. Aunque en los primeros años nunca estábamos del todo seguros, afortunadamente podíamos compartir esas inseguridades con los compañeros de las promociones de arriba y transformarlas en algo de provecho para el paciente. Nunca estábamos solos.

Más adelante, nuestro tiempo de estudio sobre libros, lo substituyeron noches de vigilia; días para dominar los difíciles problemas del diagnóstico o del tratamiento y por qué no decirlo de los humores y pasiones de enfermos y de compañeros. Día tras día, nos enfrascábamos en dominar los difíciles problemas de síntomas, diagnósticos, tratamientos, perturbaciones de enfermedades y enfermos: ¡trabajo, trabajo y más trabajo! Años sin vacaciones, ninguna vacación para el cansancio, siempre rodeados de dolor y del desafío de la muerte. Cuando no estábamos al lado de un enfermo o en el quirófano, podía vérsenos charlando alrededor de la mesa del comedor, riendo, chistando, haciendo bromas, viviendo y amando.

 

No éramos angelitos, algunas pocas veces nos escapamos de los turnos (¡miento! algún compañero nos cubría) para recetarnos de medicina un rato de amor o de diversión. Pero más se nos encontraba, al lado de una cama, temblando ante la inamovilidad de un paciente, mientras un sudor helado nos corría por la frente y el corazón se nos aceleraba de miedo ante la duda: ¿qué error abre cometido? Afortunadamente, siempre había un compañero con quien dilucidar dudas y temores y luego, restregándonos los ojos, volvíamos a sumergirnos entre la vida y la muerte o íbamos en busca de una nueva aventura.

Así llegamos al principio del 72, fecha en la cual muchos de nosotros dejamos de respirar la atmósfera impura de las salas de hospitales y de la noche a la mañana, empezamos a respirar el humo de las calles, ya familiarizados con muchas de las afecciones que encadenan a los enfermos a sus lechos. Habíamos aprendido a manejar las armas de la ciencia y la técnica médica y a combatir la mayoría de afecciones de nuestro pueblo.

Sí tratásemos de ver una debilidad o cualidad, como quieran llamarle, que formamos en esos tiempos de aprendizaje, creo que la mejor descripción que podríamos encontrar de un atributo en todos nosotros sería: VANIDAD. No creo exista estudiante de medicina, que al final de su formación, no se haya vanagloriado bastante de andar día y noche tras acertijos diagnósticos y terapéuticos y de sentirse lleno de satisfacción, conforme estos van siendo más frecuentemente descifrados, llenándonos de ese fruto llamado vanidad, con ojos entusiastas de transformación en algo especial.

Fue en esos cuatro años, en medio de limitaciones de recursos, de la pobreza sin igual de los hospitales, en que nuestro carácter salió a la luz y se expuso con todas sus debilidades, pero también en toda su belleza. Ahí nos forjamos cada uno con su estilo peculiar la devoción silenciosa y abnegada, que exige la carrera. Fue para nosotros beneficio tremendo y perdurable, el poder a través de un esfuerzo amistoso y laboral, mirar la vida desde el punto de vista de esa pobre gente, que nos permitió y ayudó a comprender al enfermo y la enfermedad en todas sus dimensiones, enseñándonos que un médico no debe ser demasiado exigente, con respecto a la consideración en que tiene su profesión y en la forma de ejercerla. Nos obsequiaron un poco de su humildad.

A principios del 72, estábamos capacitados para poder empezar a incursionar en aliviar, curar y recuperar la salud. Podíamos ya ser, uno más de los aproximadamente 1,500 médicos, que se dedicaban en ese entonces, a comprender, frenar y, si fuera posible, revertir el proceso de enfermedad en personas afectadas.

Estamos a punto de celebrar nuestro cincuentenario de ejercicio profesional, cada uno acumuló distintas experiencias, pero esas etapas formativas tan lejanas y silenciosas en el tiempo, ahora nos acercan de nuevo pues nunca se fueron y siempre han permanecido dentro de nosotros.

 

Alfonso Mata
Médico y cirujano, con estudios de maestría en salud publica en Harvard University y de Nutrición y metabolismo en Instituto Nacional de la Nutrición “Salvador Zubirán” México. Docente en universidad: Mesoamericana, Rafael Landívar y profesor invitado en México y Costa Rica. Asesoría en Salud y Nutrición en: Guatemala, México, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Costa Rica. Investigador asociado en INCAP, Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubiran y CONRED. Autor de varios artículos y publicaciones relacionadas con el tema de salud y nutrición.
Artículo anteriorVehículo cae a río en Quiché; rescatan a un pasajero
Artículo siguienteIncendio daña fachada de edificio de 35 pisos en Dubái