Alfonso Mata
En julio todo iba mejor –reportaba el gobierno. Muchos pudieron regresar a sus trabajos y se levantaron o levantaban por su cuenta, las restricciones de movilización nacional e internacional. El sistema de salud retomaba la atención y rutinas de sus programas y al igual que lo que sucedía en otras latitudes de nuestra América, durante un tiempo pareció que habíamos evitado el devastador precio en morbimortalidad que COVID estaba cobrando en otras partes del mundo. Pero la sospecha de que todo no anda bien no nos abandonaba: sabíamos de la mala organización de recolección de datos, de la falta de pruebas para la detección de casos y del mal control de causas de muerte; sospechábamos que todo ello estaba en contubernio para no darnos tranquilidad y que no era una situación tan benigna la que vivíamos y el final de año dio al trasto con todo. Empezó un peligroso aumento de casos COVID, que a la fecha perdura, y los logros obtenidos se perdieron. La verdad es que el esfuerzo del Estado y la ciudadanía, nunca fueron de lo mejor y ello permitió empezar un 2021 con mal pronóstico y que estallara con mayor magnitud el problema. Lo que aumenta la tristeza en este trance, es que esa historia fallida, no haya producido la mentalidad para cambiar el sistema de salud, con el fin de brindar una mejor atención a quienes más lo necesitan; fomentar una adecuada prevención y dentro de esta, la adquisición oportuna de la vacuna. En las últimas semanas, se ha informado de parte de las autoridades, que las salas de aislamiento de los hospitales y las unidades de tratamiento intensivo están operando a su máxima capacidad. Nos estamos quedando sin espacio para atender a los pacientes con COVID.
Fuera de la salas de tratamiento, en calles y espacios públicos y privados, nos topamos personas ya resignadas a convivir con la muerte y la enfermedad y las aglomeraciones son de nuevo rutina; nada parece desierto, excepto los corredores y salas hospitalarios, libres de visitantes y cuidadores de pacientes; ahí el silencio predomina debido a las restricciones de COVID. Ahí el amo y señor es la muerte. El pueblo sencillo le huye al hospital y sus muertos fallecen en casa, producto de todo, menos de COVID. Hay que negarle vida al COVID.
Los trabajadores sanitarios que en un principio estaban asustados, lo ha dejado de estar y ello a pesar de que recientemente aún se informó de la muerte de algunos por COVID; pero eso se ha superado. La vacuna inoculó fe y esperanza en la mayoría y protección biológica.
No obstante lo anterior, la pérdida de amigos o colegas cercanos continúa, sin que ello nos vuelva temerosos y preocupados por los limitados recursos de cuidados críticos disponibles y la ausencia de vacunas. Los más jóvenes, dando muestra de negación rotunda de existencia y posibilidad de riesgo de contraer COVID, retornan a la vida normal sin tomar precaución ninguna, provocando con tal actitud, la posibilidad de poder ser causantes de contaminar de forma irresponsable y de daño a terceros e incluso causantes de su muerte.
Bajo tales escenarios, vemos como día a día se desvanece el sentimiento de responsabilidad social y estatal de combate al virus y su enfermedad y aumenta la indiferencia ante cualquier suceso nefasto. Todo está ocurriendo, a sabiendas de las debilidades y limitaciones que el sistema de salud público y privado tienen para brindar la atención que merece el paciente y sin tomar en serio, el desafío de un tratamiento a tiempo que la enfermedad reclama. El sistema además se ha visto limitado por altas tasas de abstencionismo entre los trabajadores de la salud, debido a las políticas de cuarentena y aislamiento de COVID que todavía rigen en el sistema. Los futuros profesionales de la salud, los estudiantes, están preocupados, ya que los cambios en la educación médica causado por COVID, de una y otra forma, han descarrilado completamente su educación.
Impresiona la tranquilidad y gran preocupación con que el trabajador regresa cada día a su casa, y cómo alrededor de algunos centros comerciales y gasolineras, la juventud se reúne y enfiesta, como si nada sucediera a su alrededor. Todo el mundo va y viene, unos con protección y otros sin ella, en parecida proporción; y en medio de tal imprudencia, llama la atención la devoción con que la gente se desinfecta las manos al entrar a los negocios, eso sí, jamás me he topado con máquina UV para esterilizar mascarillas, tampoco con unidades o centros de ayuda directa en efectivo o en alimentos para los hogares o pacientes más necesitados, que pululan desde marzo-mayo del 2020. Tampoco me he topado con doña solidaridad, nada bien gracias, ya pasó su tiempo, hay que cederlo junto con espacio, al nuevo conquistador: el virus. Un ¡estamos muy agradecidos por su apoyo, pero se necesita mucha más ayuda! no se oye por ningún lugar.
Pero hay una tremenda injustica en esto, la actual crisis de COVID-19 continúa impactando desproporcionadamente a quienes menos tienen ante la indiferencia y desdén de los que más. Para las personas más vulnerables de las áreas marginales y rurales, el impacto económico del COVID-19 ha dejado a muchos en peores condiciones, luchando por su salud, su educación y sin ingresos. Las personas con COVID en estos lugares no se pueden dar el lujo de aislarse durante días tan siquiera, o viajar a otras partes para que se les vacune; no tienen ingresos durante ese período y no tienen forma de poner comida en la mesa. Las personas hospitalizadas debido a COVID, enfrentan dificultades financieras, como consecuencia de facturas hospitalarias que -y seamos honestos- cada día se incrementan más, no solo por el encarecimiento que sufren los medicamentos, sino porque desafortunadamente hay profesionales que han incrementado sus tarifas de servicios profesionales, teniendo como un único argumento, aprovecharse de la situación para lucrar –es la verdadera palabra- amparando tal conducta en que corren mayor riesgo y ante eso, a nadie preocupa cómo los pacientes no solo de COVID, sino de otras enfermedades, actualmente no pueden pagar la factura del hospital, el medicamento, dejando entonces muchos de ellos, a la mano de Dios, su vivir o morir. Al igual que en las guerras, se ha perdido la sensibilidad humana. Cosas tan sencillas como el aumento de los precios del transporte público dificulta, sino vuelve imposible, que los pacientes se movilicen en busca de atención y que decir del aumento del alimento y bienes de consumo básicos. No es difícil tampoco comprobar y escuchar de las mujeres trabajadoras y en los lugares de trabajo, que el estrés económico está provocando un aumento de la violencia de género. Nadie parece estar computando los casos de pacientes ingresados?? por intento de suicidio, por ingestión de sustancias químicas debido al estrés insoportable de su situación económica y la violencia dentro de la familia.
Pero lo triste en todo ello pareciera que cuando haya pasado la amenaza inmediata de COVID, estas amenazas económicas y sociales permanecerán y muchos de los pacientes y programas necesitarán apoyo adicional a largo plazo. Planes para paliar al menos esa situación no existen pero seamos conscientes, nadie trabaja en esta sociedad arduamente la actual emergencia para llevar alimentos, medicamentos y atención a las personas que los necesitan, ni tampoco existe campaña alguna al respecto de su futuro.