Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

Cuando exponía en el aula la fragmentación del Imperio Romano y hablaba a mi auditorio de la época del Bajo Imperio (colindante con la Temprana Edad Media) no podía dejar de recordar, asimismo, los gloriosos y al mismo tiempo decadentes momentos de la Paz Romana y de los Augustos y los Césares cuyos ocios en el anfiteatro y especialmente en el coliseo del foro romano (sumidos en el ominoso “pan y circo”) exponía, digo, que aquellos espectáculos no eran sino la más cruel de las aberraciones en el placer de ver morir –entre borbotones de sangre, profundas heridas y dolor exponencial– a los gladiadores. Y a los cristianos en las fauces de los leones hambrientos.

Es el placer de la cimbreante violencia, la voluptuosidad del sadomasoquismo. El retorno a la permanencia en la bestia que somos ¡y que no podemos dejar de ser!, pese a los cientos de cánones y decálogos morales que el humano ha inventado para su auto sujeción y mordaza. Los anfiteatros han perecido pero en cambio han sido sustituidos por hemiciclos que son aún más sangrientos y trágicos en sus actos esperpénticos.

Estimulado por hechos más recientes –pero igualmente fieros– y por acciones sucedáneas, pero de igual calibre bestial (porque da igual hurtar a mansalva lo que es ajeno, en actos de corrupción de todos reconocidos que desembocan en miles de miles de muertes) pienso, como una de las cosas que más me obseden: ¿si la levadura humana es de tal consistencia que sólo a martillazos se podría mutar?
Al observar la Historia y el presente –con gran ahínco– podemos concluir en que el hombre cree que puede someter al hombre sólo a zarpazos ¿y que ha zarpazos se ha hecho la Historia? Acaso. Lo que veo y lo que investigo es que la historia humana es la historia de su propio vigilar y punir; observar y castigar: Obligar a bombazos a devolver un territorio robado o con amenazas de oprimir un botón nuclear para que se acabe todo y nadie se quede con nada. Y cuando me escuchan o me leen pensando así me reprenden preguntándome que por qué he dedicado más de la mitad de mi vida a la educación si no tengo fe en ella…

Yo quisiera que así fuera. Escogí el magisterio desde el aula, el periodismo y la literatura (es lo que ha sido mi vida casi entera) porque escuché la palabra de la inteligencia y el conocimiento casi sin darme cuenta de su sonar y con fe plena de que su ministerio haría cambiar –mínimamente desde mi poder– a la Cultura con mayúscula. Pero con los años y el recorrido del tiempo bajo mi epidermis que se aja y las colinas de libros que han caído sobre mis hombros pienso –no sin dolor extremo– que acaso he fracasado y que mejor consigue un fusil que una pluma. Ahora mi mirada es diferente.
Cuando Caín levantó el brazo y la maza sobre Abel empuñando una contundente y consolidada arma en el odio, comenzó la historia del hombre que es también la historia de sus batallas multilaterales y de sus guerras internas e internacionales.

El garrote (big stick) se volvió lanza, flecha, catapulta, ballesta, revólver, ametralladora, tanque y finalmente bomba de neutrones. Pero siempre odio. Garrote y odio.
Hay momentos en la vida en que llega la pregunta fatal: he hecho bien o mal. He abonado la guerra o he reconfortado la paz. Qué es el mundo y para qué se inventó. He estado al lado de Dios cuando la Iglesia fue la inquisidora mundial o del diablo cuando el diablo representa la serpiente que nos llevó al árbol del bien y del mal.

Guardo el garrote certero de Caín y subo a la cátedra de profesor domado. Sigo enseñando a veces desde el artículo, a veces desde el aula. He preferido enseñar –aunque no sirva para nada– en medio de la mar militar, encrespada y altiva de la vida.

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