Mario Alberto Carrera
Cuando exponía en el aula la fragmentación del Imperio Romano y hablaba a mi auditorio de la época del Bajo Imperio (colindante con la Temprana Edad Media) no podía dejar de recordar, asimismo, los gloriosos y al mismo tiempo decadentes momentos de la Paz Romana y de los Augustos y los Césares cuyos ocios en el anfiteatro y especialmente en el coliseo del foro romano (sumidos en el ominoso “pan y circo”) exponía, digo, que aquellos espectáculos no eran sino la más cruel de las aberraciones en el placer de ver morir –entre borbotones de sangre, profundas heridas y dolor exponencial– a los gladiadores. Y a los cristianos en las fauces de los leones hambrientos.
Es el placer de la cimbreante violencia, la voluptuosidad del sadomasoquismo. El retorno a la permanencia en la bestia que somos ¡y que no podemos dejar de ser!, pese a los cientos de cánones y decálogos morales que el humano ha inventado para su auto sujeción y mordaza. Los anfiteatros han perecido pero en cambio han sido sustituidos por hemiciclos que son aún más sangrientos y trágicos en sus actos esperpénticos.
Estimulado por hechos más recientes –pero igualmente fieros– y por acciones sucedáneas, pero de igual calibre bestial (porque da igual hurtar a mansalva lo que es ajeno, en actos de corrupción de todos reconocidos que desembocan en miles de miles de muertes) pienso, como una de las cosas que más me obseden: ¿si la levadura humana es de tal consistencia que sólo a martillazos se podría mutar?
Al observar la Historia y el presente –con gran ahínco– podemos concluir en que el hombre cree que puede someter al hombre sólo a zarpazos ¿y que ha zarpazos se ha hecho la Historia? Acaso. Lo que veo y lo que investigo es que la historia humana es la historia de su propio vigilar y punir; observar y castigar: Obligar a bombazos a devolver un territorio robado o con amenazas de oprimir un botón nuclear para que se acabe todo y nadie se quede con nada. Y cuando me escuchan o me leen pensando así me reprenden preguntándome que por qué he dedicado más de la mitad de mi vida a la educación si no tengo fe en ella…
Yo quisiera que así fuera. Escogí el magisterio desde el aula, el periodismo y la literatura (es lo que ha sido mi vida casi entera) porque escuché la palabra de la inteligencia y el conocimiento casi sin darme cuenta de su sonar y con fe plena de que su ministerio haría cambiar –mínimamente desde mi poder– a la Cultura con mayúscula. Pero con los años y el recorrido del tiempo bajo mi epidermis que se aja y las colinas de libros que han caído sobre mis hombros pienso –no sin dolor extremo– que acaso he fracasado y que mejor consigue un fusil que una pluma. Ahora mi mirada es diferente.
Cuando Caín levantó el brazo y la maza sobre Abel empuñando una contundente y consolidada arma en el odio, comenzó la historia del hombre que es también la historia de sus batallas multilaterales y de sus guerras internas e internacionales.
El garrote (big stick) se volvió lanza, flecha, catapulta, ballesta, revólver, ametralladora, tanque y finalmente bomba de neutrones. Pero siempre odio. Garrote y odio.
Hay momentos en la vida en que llega la pregunta fatal: he hecho bien o mal. He abonado la guerra o he reconfortado la paz. Qué es el mundo y para qué se inventó. He estado al lado de Dios cuando la Iglesia fue la inquisidora mundial o del diablo cuando el diablo representa la serpiente que nos llevó al árbol del bien y del mal.
Guardo el garrote certero de Caín y subo a la cátedra de profesor domado. Sigo enseñando a veces desde el artículo, a veces desde el aula. He preferido enseñar –aunque no sirva para nada– en medio de la mar militar, encrespada y altiva de la vida.