Jonathan Menkos

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Jonathan Menkos Zeissig
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La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) publicó recientemente su Panorama Fiscal, en el que expone la necesidad de que los Estados de la región se esfuercen por mantener una política fiscal expansiva. Esto significa que sus principales componentes (los ingresos, el gasto y la inversión pública, el endeudamiento y la transparencia) estén diseñados y ejecutados con el fin de alcanzar la mejora del crecimiento económico, mediante inversiones sostenibles e intensivas en empleo, la transformación productiva y la universalización de la protección social. La política fiscal hoy en día es la herramienta más potente para revertir los incrementos de pobreza, el desempleo y el cierre de empresas -principalmente pequeñas y medianas- registrados en 2020 y como efecto de la pandemia del covid-19 que continuará incidiendo negativamente en la sociedad por mucho tiempo.

Estas recomendaciones reiteran los desafíos que la sociedad guatemalteca tiene. El país necesita un acuerdo político que permita elevar las inversiones públicas con el fin de universalizar la educación, la salud, el agua y saneamiento ambiental, y erradicar el hambre y la pobreza; pero también requiere un esfuerzo estatal para buscar el pleno empleo y su formalización, la transformación productiva, el desarrollo rural y la innovación tecnológica que permita cuidar el ambiente, aumentar el valor de lo producido y la capacidad de producir respetando el ambiente y la visión del desarrollo de todos los pueblos. Para ello, será necesario contar con un plan de desarrollo de largo plazo que, a diferencia del K’atún 2032, se construya en y para la sociedad, estime el costo de estas medidas, los resultados y cómo se financiará.

Además del plan de desarrollo bien hecho se requiere una política fiscal que lo sustente con base en cinco pilares. Primero, medidas para diseñar y ejecutar un gasto público relacionado con resultados comprobables de desarrollo y garantía de derechos. Esto demanda una administración pública con normas, tanto para evitar que en el servicio civil se cuelen «miguelitos» como para atraer y retener profesionales con conocimiento y capacidad de gestión pública. Segundo, un plan de acción para eliminar los caminos actuales de la corrupción y el despilfarro.

Tercero, un incremento significativo de los ingresos, atacando la evasión de impuestos -que representa la pérdida de aproximadamente Q40.0 millardos anuales-, evitando el contrabando, promoviendo una disminución de los privilegios fiscales y sumando un tramo más al impuesto sobre la renta para incrementar la tributación del diez por ciento más rico. Cuarto, una reestructuración de la deuda pública para disminuir su costo y conseguir su utilización estratégica en el marco de grandes y urgentes inversiones sociales y económicas (primer nivel de atención de salud, sistema de riego universal para pequeños y medianos productores, por ejemplo). Finalmente, una política nacional de transparencia y rendición de cuentas que abra al conocimiento público todo el quehacer de los dignatarios, funcionarios y empleados del Estado.

Puede que un plan de desarrollo y una reforma fiscal así sea algo muy elevado en el momento actual, en el que el Gobierno no tiene ni siquiera capacidad (o interés) para gestionar un proceso de vacunación y una buena parte de la élite empresarial es socia de la alianza criminal que está asfixiando las débiles instituciones democráticas. Sin embargo, es precisamente por esta realidad tan poco halagüeña, que es urgente pensar en otra Guatemala. Sin desánimo, vale la pena promover esta discusión colectiva y crear una consciencia sobre este nuevo norte. La alianza criminal, como fenómeno social, tuvo un inicio y tendrá un final, pronto, si la mayoría se pone de acuerdo en el tipo de sociedad que está responsablemente dispuesta a construir.

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